Tres
días de luto nacional fue lo que ofrendó el gobierno de Argentina al poeta Juan
Gelman. Eso, más las miles de notas periodísticas desparramadas en el mundo
sobre todo de habla hispana, son un claro ejemplo de acercamiento a la anhelada
trascendencia. Gelman, como cualquier escritor importante que ahora nos llegue
a la cabeza (Tolstoi, Martí, Papini, Nabokov, Sabato…), “ya trascendió”, tiene
seguro un pedestal en la historia de la literatura.
El
deseo de “trascender” es, o era, uno de los motores del trabajo literario.
Aunque no lo confesara porque sonaba inevitablemente bobo y cursi, el escritor
se alimentaba de futuro, de un futuro en el que las generaciones que todavía no
estaban aquí sabrían aplaudir las obras heredadas por aquel hombre acaso
incomprendido por sus contemporáneos, pero que habría trabajado sin descanso
porque en el fondo de su alma flameaba una vocación inquebrantable.
Por
ese deseo secreto, atavismo de un pasado cada vez más lejano, el escritor
seguía adelante pese a que todo a su alrededor parecía confabulado contra él.
Antes de que descubriera el cinismo y/o el glamour que hoy producen escritores,
incluso jóvenes, que pueden andar en coches último modelo y viajar a donde lo
deseen, la mayoría de los aporreadores de teclas vivía a la sombra de su
angustia por sobrevivir, siempre con una mano adelante y otra atrás, con
acreedores por doquier, alejados del bullicio y de la falsa sociedad. Eran
locos luminosos como Macedonio Fernández, misántropos geniales como Onetti,
depresivos exquisitos como Rulfo, militantes irreductibles como Roque Dalton.
Poco, muy poco les sonreía en la vida cotidiana, pero ellos se impusieron la
chamba de urdir palabras costara lo que costara y a la larga obtuvieron el
premio de la trascendencia.
Me
gusta pensar que también en este rubro nací a la vida literaria en un momento
de cambio. En los primeros años de mi formación (aunque es claro que no tuve
nada parecido a una “formación”), ninguno de mis amigos o conocidos hablaba
sobre ese tema, pero pude notar que en un gesto, en una frase accidental, en
cualquier anécdota, todos sentíamos una rara vinculación con “la
trascendencia”, como un convenio con el porvenir o un pacto que nos garantizaba
“algo” en el futuro pese a la indiferencia padecida en el presente.
Pasados
los años, no sólo cambiamos y nos enfrentamos a la realidad de que trascender
no es enchilar sopes, sino que el mundo se transformó tanto que no quedó casi
vestigio del escritor tocado por los dioses ni del “comprometido”, ése que
sacrificaba su comodidad para servir a causas que en el futuro le granjearían
la admiración del respetable público.
Hoy
ya no percibo lo que vi hasta los ochenta, cuando comencé la aventura suicida
de escribir. Ahora el escritor, escéptico de todo, es pragmático, busca estar
bien en el presente, tener una linda casa minimalista y no una buhardilla
mugrienta donde se vería muy mal una Mac. Si la trascendencia llega, qué
importa; si no llega, igual, qué importa. Y así, lo que sea sobre todo y sobre
todos, qué importa.