He
notado que las situaciones humorísticas en la literatura deben aparecer, si
aparecen, como chispas de chocolate dentro del pastelillo. Cuando no es así y
todo el migajón se siente retacado de gracejadas, lo literario cede lugar a lo
plenamente cómico, a la burocracia del chiste. Cuando se busca además que todo
sea jajajá, la suspicacia del lector activa lo aprendido en siglos: la risa es
estúpida, sólo lo serio es inteligente.
Hay
escritores incapaces para el humor. Digamos que, paradójicamente, ni de broma
sueltan una broma. Eso, creo, no es totalmente voluntario. La época, el
ambiente, la manera de ver la realidad y la propia inclinación del ánimo hacen
que jamás salga por allí, así sea por accidente, una ironía, un retruécano
jocoso, algo que levante un poco los adustos labios del lector. Octavio Paz y
José Revueltas, por citar dos ejemplos cercanos, opuestos y contemporáneos,
jamás tendieron siquiera a sonreír. Su obra fue cerebral o estremecedora, respectivamente,
nunca afecta a las piruetas del humor.
Hay
casos abundantes, antiguos y modernos, de la presencia de humor en la
literatura. Si uno vuelve las páginas de Diógenes Laercio, digamos, encuentra
que es un autor de divertidos balconeos a toda la perrada de filósofos griegos.
Mucho más acá y en España, toda la literatura picaresca es dechado de aventuras
salpimentadas, pese a su fondo trágico, de humor. Allí mismo, en España, el
Quijote es un libro que oscila entre los temas “graves” (como decían en aquella
época) y las mil sabrosas ocurrencias que Cervantes supo añadir como aderezo a
cada peripecia.
Creo
que luego del Naturalismo, es decir, de Zolá, la literatura occidental comenzó
a tomar más en serio el humor. A finales del siglo XIX ya no era tan mal visto
que los escritores insistieran en la sonrisa incluso al abordar temas seriotes.
Lo que pasó fue que el humor, como en Marcel Schwob, debía aparecer, tenue y
maliciosamente expresado, en un segundo plano, contenido, siempre como a punto
de estallar; las Vidas imaginarias
del francés son un modelo perfecto, hasta la fecha, del humor que hasta hoy
sigue gozando de buena prensa en la literatura.
En
la narrativa de América Latina es muy difícil no encontrar esos gestos. Salvo
contados escritores y con mayor o menor fortuna, todos han apelado al
ingrediente. Recuerdo de botepronto el ensayo que Felipe Garrido le dedicó a
“El humor en Juan Rulfo”, y hay numerosísimos estudios sobre el tema en el caso
de Borges, el más alto exponente de lo irónico en nuestras letras. Además
Cortázar, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, Carpentier, Lezama Lima, Arreola,
Del Paso, Otero, no se diga José Agustín, Piglia, Saccomanno, Samperio, Taibo
II, Mendoza (Élmer), Villoro y tantos más, han sabido guiñar el ojo y decirnos
que sus obras son serias y por ello no prescinden del humor.
El
caso es que, en todos, eso aparece como chispa de chocolate. No es el centro,
no es lo mero mero, pero sin su presencia el pastel no sabría igual.