La identidad es un pez muy escurridizo. Apenas
intentamos asirlo, se nos fuga quién sabe para dónde, y así vamos tras él de
definición en definición, sin lograr cazarlo. Creo que uno de los problemas que
enfrentamos para dar captura a su concepto es que tendemos a restringirlo.
Decimos, por caso, nuestra identidad está en la canción ranchera, o en el
consumo de picante, o en la bandera tricolor, y así. Creo que la cosa no va por
allí, pues la identidad es la atmósfera que nos circunda por completo, el aire que
nos cubre hasta el último poro. La identidad es, pues, todo, y sólo la podemos hacer
visible mediante la comparación. Doy un ejemplo.
Desde hace diez años mantengo contacto estrecho con
la cultura argentina. Por estrecho
entiendo no sólo el disfrute de su literatura y su música, sino algunos viajes
frecuentes y el trato amistoso de muchas personas dedicadas, sobre todo, a la
literatura. Gracias a las visitas, y con el procedimiento del contraste, he
podido notar cuán diferentes son ellos con respecto de los mexicanos, y eso que
no se trata de húngaros o mauritanos, sino de argentinos, de hermanos
latinoamericanos con los cuales compartimos idioma, religión mayoritaria y una
historia en cierto sentido similar. Pese a eso, en cualquier mesa de
restaurante me saltaba la diferencia, como en aquella en la que traté de
evangelizar sobre beisbol. Narro.
Fui al café La Intendencia, en el partido de Morón,
provincia de Buenos Aires, con tres amigos argentinos, los tres escritores. En
la primera hora de charla sólo hablamos sobre futbol. Asombrado, les dije que
me daba la impresión de que el 90 por ciento de las conversaciones de café en
Argentina trataban sobre eso. No lo dije enojado, pues es un asunto que
disfruto, pero sin querer logré sembrarles inquietud. “¿Y de qué se habla allá,
de arte?”, dijo uno. “No, se habla de todo, no sólo sobre futbol?”, respondí.
“¿Pero qué es “todo”?”, preguntó otro. Aproveché entonces para soltar mi
hipótesis sobre los temas de café México-Argentina.
Les comenté que sospechaba esto: por circunstancias
históricas, yo percibía que el único deporte obsesivo de los argentinos era el
futbol, esto en grados superlativos, al 9-1 con respecto de otros deportes. “En
México —agregué— no ocurre lo mismo, pues allá la pasión de los aficionados mezcla
el futbol con el beisbol, el futbol americano, el box, el básquet, la lucha
libre y la tauromaquia, de manera que en un mismo sujeto conviven todos esos
gustos y en las mesas de café habla de todo un poco, según el momento de cada
temporada, si son finales, si hay alguna pelea importante, si es etapa de play-offs”.
Me vieron como con lástima por aceptar que otros
deportes contaminen el fervor futbolero. Uno de ellos añadió: “¿Y qué es eso de
los play-offs?”. Les expliqué que era
un término del beisbol y etcétera, y de inmediato comenzaron un ataque frontal
contra ese juego. Dijo uno (imaginemos esto con acento argentino algo alterado):
“¡Una vez traté de verlo y los tipos del bat jamás pudieron pegarle a la
pelotita! ¡Es imposible pegarle! ¡En ese juego de lo que se trata es de que
nadie juegue!”.
Me defendí: “El beisbol es un juego maravilloso, uno
de los más complejos que hay en reglamentos”. Y otro contratacó: “¡Pero de lo
que se trata es de que las reglas sean sencillas, es un juego, no un manual
para hacer naves espaciales!”. Dudé en seguir, callar, pues esos beisbolicidas
parecían irreductibles. Pero otro insistió: “A ver, explicanos (explicanos, no
explícanos) en qué consiste el juego, cuántos participan y todo eso”. Dada la propuesta,
procedí: “Cada equipo está formado por nueve jugadores que ocupan el terreno de
juego cuando están a la defensiva. El equipo ofensivo es representado por el
hombre que tiene el bat, y así…”, ya no pude terminar la primera explicación,
pues uno de mis amigos interrumpió con un grito: “¡Nueve contra uno, así no se
puede jugar, es totalmente injusto!”. Y terminé la historia: “Bueno, es más que
eso, pero ya, fin”.
Más allá de las risas, vi claro que el beisbol ni
siquiera está en la atmósfera del argentino promedio, y vi que lo que habló por
mí en aquella mesa fue la nostalgia, el pasado beisbolero de mi padre, los
juegos que vi del Unión Laguna, la reunión con amigos para comentar las series
mundiales, mi recuerdo de atrapadas y batazos en el llano, es decir, “el aire” de
mi cultura mexicana cercana en este caso al beisbol tanto como al picante, la
tortilla, el náhuatl, la gordita, el mariachi, Villa e Hidalgo y todo lo que me
rodea y ya es invisible tanto como el aire que me cerca y me da vida.