miércoles, febrero 12, 2014

Fama de ocurrentes














“Borges es acosado por unas señoras en el momento mismo en el que cruzamos la calle.
—¿Usted es Borges, verdad? —pregunta una de ellas.
—Sí —responde el escritor—. Pero si seguimos aquí corro el riesgo de dejar de serlo en cualquier momento”.
“Hacia mil novecientos cuarenta y tantos Borges integraba la comisión directiva de la Sociedad de Escritores. En una reunión, el poeta Vicente Barbieri clama ante sus compañeros:
—Señores, debemos hacer algo por los jóvenes que se inician en el camino de las letras.
Borges levanta la cabeza y con dos palabras aconseja el procedimiento a seguir:
—Sí, disuadirlos”.
“En la Sociedad de Distribuidores de Diarios, Revistas y Afines, le presento a Borges al periodista Enrique Bugatti.
—¿Cómo me dijo que se llamaba usted, señor? —le pregunta Borges.
—Bugatti, como los automóviles —le responde el periodista.
—Ah, encantado, yo soy Borges, como las cajas fuertes”.
Estas tres anécdotas, tomadas del libro El humor de Borges, de Roberto Alifano, muestran la soltura que el gran escritor argentino tenía para la ocurrencia. Allá los llaman “repentistas”, hombres que siempre tienen una respuesta ingeniosa a flor de pico.
Esta es una de las famas que suelen cargar los escritores: en teoría, todos son hábiles para rematar de botepronto, todos son ocurrentes, todos son “repentistas”. La otra fama es que lo saben todo, que son Wikipedias con patas, por eso suelen ser víctimas habituales de entrevistas sobre cualquier tema.
Falsas, falsísimas ambas famas. Por experiencia sé que son pocos los escritores dotados para el repentismo, tan pocos que apenas puedo recordar, entre los mexicanos, a Novo y a Monsiváis, o al cubano Lezama Lima aparte del citado porteño. El caso más cercano que conozco es el de Gilberto Prado, quien en una tanda estándar de cervezas acostumbra engarzar trescientas ocurrencias del mejor cuño.
Pero la fama es la fama y hay escritores que luchan infatigablemente por parecer ingeniosos de tiempo completo, casi como si fueran obreros de una maquila repentista. Pero así como la mayoría de los escritores no puede opinar creíblemente sobre economía más allá de lo que cuestan los licores en el súper, tampoco puede ser necesariamente brillante en las ocurrencias sobre todos los asuntos que le salen al paso. Puede que ese escritor alguna vez diga algo memorable, un calambur, un retruécano o una metátesis citable más allá del contexto que propició la frase ilustre, pero si, en cambio, muestra un esfuerzo por parecer irónico, mordaz, juguetón, insolente, y no lo consigue, termina por parecer, o ser, lo que es peor, un sujeto cercano a la repugnancia.
Debemos reconocerlo, para terminar: hay más y mejores repentistas entre las tías de los escritores que entre los mismos escritores.