En
su prólogo a Elsinore, Javier
García-Galiano describe un rasgo profesoral de Salvador Elizondo: “No le
gustaba que se apuntara en clase, por lo que en una ocasión le preguntó con
incisiva severidad a una alumna: ‘¿Qué está haciendo usted?’ Más aterrada que
desconcertada, la joven negó con la cabeza. ‘Sí, usted, ¿qué está haciendo?’
Con desesperada incertidumbre, la mujer siguió moviendo negativamente la cabeza
con patetismo. “Está apuntando”, espetó Elizondo para concluir, ante el
asentimiento atónito de la estudiante: “Ya les dije que no apunten, que está
prohibido, que esta clase no sirve para nada”.
Salvador
Elizondo, el reconocido autor de Farabeuf,
daba clases en la UNAM, y aunque la anécdota parezca sólo chusca, creo que
encierra algo más. Muchos maestros de literatura, sobre todo cuando tienen el
defecto de ser escritores, tienden a impartir sus clases de acuerdo a un método
que provisionalmente puedo denominar “didáctica de café”. Consiste en buscar un
diálogo cercano a lo informal, relajado, si se puede ameno y en cierto sentido
provocador. Eso, claro, cuando los estudiantes se están formando en Letras o
participan en un grupo de lectura o taller literario, pues el maestro supone
que si los alumnos están allí, sentadotes sobre los pupitres, es porque leen,
porque les interesa la literatura casi como forma de vida.
En
tal caso, pues, el maestro no se siente impelido a comunicar cuadros
sinópticos, fechas, títulos y cronologías como si aquello fuera el único pasto
de la memoria o una Wikipedia en vivo y a todo color. Con frecuencia, y porque
el maestro presupone, insisto, que los alumnos leen, lo que inculca es
entusiasmo, el placer por indagar y descubrir autores, el secreto escondido en una
sentencia, la vitalidad de algunos versos, todo eso que en general escapa a los
libros de texto.
La
frase terminante de Elizondo (“esta clase no sirve para nada”) no significaba,
por ello, que en realidad su clase fuera inútil, sino que no servía convertida
en apunte, en secuencia, en inciso, pues se atenía más bien a la divagación
propia de las conversaciones en el café y no a la tiesa exposición de un
programa. La divagación, hay que aclarar, es erudita en este caso, y refleja no
sólo el cúmulo de lecturas hechas por el maestro, sino, fundamentalmente, su
pasión por la literatura y la importancia que ella ha tenido en su vida.
No
pasa lo mismo en clases de literatura para públicos, digamos, no propensos a
este mal. A los niños, a los adolescentes y a los no iniciados en general hay
que trazarles un camino un tanto más preciso, formularles algún mapa, operar
como libro de Trillas. Ahí no funciona la pura divagación, la didáctica de
café, por entusiasta que parezca, y el profesor debe saber que luego de esa barnizada
será un tanto difícil que los alumnos vayan corriendo hacia las páginas de un
libro literario.
Pese
a todo, con o sin públicos adecuados, una de las virtudes del profe de
literatura, más si es escritor y en el aire las compone, es provocar en los alumnos
el deseo de seguir leyendo, la fe irremediable en los libros, como lo hizo
siempre Arreola, por ejemplo. Si lo logra, no hay apunte en el cuaderno que
pueda estar por encima de esa enseñanza, y eso lo sabía Elizondo, seguro.