Cuando Federico Campbell me regaló La
invención del poder yo abrazaba un par de sentimientos: por un lado, me
embargaba una felicidad inédita, la sorpresa de haber abierto solo y desde
provincia, sin ayuda, las puertas de una editorial capitalina; por otro, la
tristeza de haber quedado en la orillita de un premio nacional de novela que me
hubiera ayudado muchísimo no sólo en lo literario, sino, principalmente, en lo
económico. Cuento. En 1998 me hallaba en el salón de clases de la Ibero Torreón cuando recibí el
aviso de una secretaria para que me apersonara en una oficina, pues me iban a
llamar desde la capital del país. No usaba celular, todavía no eran tan
populares, así que suspendí un momento la clase y fui a esperar la misteriosa
llamada. Pocos minutos después, una voz que dijo trabajar para la editorial
Planeta me explicó que yo era finalista del premio Joaquín Mortiz para primera
novela, y que, si podía, me esperaban en el restaurante tal del DF, eso el
día tal a la hora tal. En mi casa les habían dado el teléfono de la
universidad. Me animé a viajar, a ver de cerca ese posible triunfo literario.
Para entonces, las finanzas familiares no andaban nada bien (nunca han andado
bien), pero hice el esfuerzo y viajé en bus toda una madrugada. Llegué a un
hotel modesto y cuando al fin estuve en la ceremonia, los ejecutivos de la
editorial me recibieron con amabilidad. Yo era prácticamente el único
provinciano que se había colado hasta el último dictamen. Luego de dos o tres
declaraciones a la prensa, las autoridades anunciaron al ganador, que no fui
yo. Se fueron así cuarenta mil pesos que necesitaba sobremanera, pues mi
primera hija tenía un año y mi trabajo no daba para mucho. Apechugué, de
cualquier forma, y acepté la invitación a comer donde estuvieron autoridades de
la editorial, finalistas y jurados. Poco después me anunciaron un premio de
consolación: que me publicarían en la
Serie del Volador, lo que no ha dejado de enorgullecerme,
pues fui de los últimos que aparecieron allí. Alguien me presentó a Campbell,
quien platicó amablemente conmigo por un ratito y me dio un libro, La invención del poder, con una
dedicatoria que luego del mensaje y la fecha remataba con la mención del lugar:
“México-Tenochtitlan”. Pocas veces me he sentido tan triste. Pocas veces me he
sentido tan contento. Así es la literatura.