miércoles, diciembre 03, 2008

Enriqueta



Era 1998. Lucía Rivadeneyra, maestra de la UNAM, ganó la quinta edición del concurso nacional de poesía Enriqueta Ochoa con el libro En cada cicatriz cabe la vida. La triunfadora vino a Torreón para recoger su premio y tuvo la suerte de recibirlo directamente de la escritora torreonense que le da nombre al certamen. El mismo día de la ceremonia, uno de los organizadores, Fernando Martínez, me llamó por teléfono para invitarme a comer. “Estarán allí la ganadora y Enriqueta Ochoa”. Contra mi insana costumbre, acepté el convite. Llegué al restaurante del hotel en ese entonces llamado (no sin provinciana rimbombancia) Paraíso del Desierto, y cuando hallé la mesa ahí estaban ya los comensales. Fernando me presentó a doña Enriqueta y tuvo un gesto de suma cordialidad: sentarme al lado de la poeta lagunera. Sin quererlo, yo que iba apenas a tratarla como de lejos, me vi de golpe junto a ella, listo para entablar conversación.
Las situaciones sociales no son lo mío, pero he aprendido a despacharlas con decoro. En aquel primer y único encuentro con la poeta, sin embargo, no fue necesario que me esforzara: doña Enriqueta, atenta, preguntó con interés por mis actividades. Le contesté que daba clases de literatura y periodismo, y que además escribía mis cosas, nada de importancia. Tras romper, como se dice, el hielo, hablamos todos de su literatura, de sus recuerdos torreonenses, de lo que estaba escribiendo por esos días. La mesa estuvo muy animada por su voz y sus cortesías.
Pasado el primer tramo del diálogo, llegaron los platillos. Mi memoria gastronómica es pobre, y nunca aprendo los nombres ni los ingredientes de lo que como esporádicamente. Lo que sí recuerdo es que en la mesa comenzamos, como es costumbre en esos casos, a platicar de comida. Doña Enriqueta opinó con autoridad, como era previsible, y cuando se interesó en mi platillo recién servido tuve el atrevimiento de decirle que probara un bocadito. Se negó, pero insistí; ella, con gran delicadeza, tomó su tenedor y apenas levantó una pizca de mi plato. La probó. La aprobó, y en ese momento no vi con claridad lo que había ocurrido.
Algunos años después, cuando afiné la dimensión (merecida) del aprecio que convoca la obra de doña Enriqueta, supe bien a bien que la anécdota del platillo y el diálogo es más que una anécdota en mi memoria. Una sola vez conversé con ella y su afabilidad fue tan grande que terminamos compartiendo, así fuera en una porción minúscula, el alimento además de la palabra. Creo que aquel fue su último viaje a Torreón, pues los problemas de salud que la aquejaron en los años previos a su muerte le impedían largos recorridos y estancias prolongadas fuera de su casa.
De doña Enriqueta supe luego por amigos. Fernando Martínez, primero, y Vicente Alfonso, después, me traían noticias a Torreón sobre la poeta. Ellos la visitaban, tenían un diálogo más o menos estable y frecuente con ella. Las noticias no eran muy alentadoras: doña Enriqueta seguía con su salud endeble y los achaques no dejaban mucho margen al optimismo. Pese a ello, me decían que no perdía nunca la cordialidad, que siempre recibía bien a los amigos que deseaban verla.
Mi esperanza de saludarla otra vez se diluyó. Gracias a Vicente Alfonso pude entrevistarla para un libro que todavía conservo inédito. Hace poco, cuando More Barret me invitó a presentar Poesía reunida junto a Esther Hernández Palacios, acepté con gusto, pues con eso me sumé, secretamente, al homenaje que la poeta recibió en su ochenta aniversario de vida. Dije en aquel momento palabras que hoy repito (y no me dejarán mentir Estrella Atilano ni Silvestre Faya, quienes estuvieron aquella noche en la presentación): que los laguneros tenemos una deuda con doña Enriqueta: leerla, leerla más.