domingo, diciembre 28, 2008

Otra tanda gourmet



Entre las muchas promesas que me incumplí en 2008 está la de publicar la plaqueta Callejero gourmet, especie de tratadito antisolemne sobre gastronomía lagunera. Terminé las breves veinte estampas textuales que lo componen, pero no ajustó la plata para llevarlo a la imprenta. Me quedé, pues, con las ganas de compartirlo. Publiqué en esta columna, sí, un adelanto hace varios meses, y modestia al margen siento que tuvo buena acogida. Entre otros, uno de los lectores que me lo comentó con entusiasmo fue Juan Antonio García Villa, quien de inmediato reconoció como propios (suyos de él, para decirlo en términos populares) los platillos que abordé. Convido ahora, espero que para tentar a los vacacionistas, otras dos estampas; ojalá y nuestros visitantes comprueben lo que afirmo y muevan el bigote como es debido:

Hamburguesa
Sé que afirmar la supremacía universal de las hamburguesas laguneras me coloca en una posición muy cuestionable. El chovinismo en gastronomía sólo tiene su razón de ser en los hábitos a los que el paladar ha sido sometido. Los mexicanos, en general, hallarán sin gusto el mate, por ejemplo, simplemente porque nunca han probado esa infusión, así como los argentinos sentirán que el chile es una monstruosidad nomás porque los paladares de la pampa nunca han sido adiestrados en el consumo de picantes que vayan más allá del chimichurri. La comida es, acaso, lo más histórico y lo más cultural del hombre: cada quien goza con sus alimentos de acuerdo a la educación del paladar, que es tal vez el más memorioso de los sentidos. Un sabor, incluso ese sabor etéreo que es el aroma, nos trae toda la infancia a la cabeza, el aluvión del pasado en la cocina de la infancia y toda la parafernalia de recuerdos aledaños. A riesgo de equivocarme o de parecer imbécilmente chovinista, insisto: las hamburguesas laguneras ostentan a mi juicio el fajín universal de buen sabor. Debo aclarar que me refiero a las callejeras, las que vende cualquier carrito rascuache en cualquier punto de la región otrora “bañada” por el Nazas, como decían nuestros antiguos poetas de aguachirle. Esas hamburguesas de carrito cucho no las he probado ni en Estados Unidos, la supuesta capital mundial del susodicho producto. Algo tienen las de aquí —¿la mugrita, los malditos estafilococos?— que adquieren un sabor sin parangón. Lo básico es el pan y la carne, buenos en ambos casos casi en donde sea siempre y cuando estemos en La Laguna. Lo que las hace grandes es el elemento extra, esos ingredientes nada secretos que van de la cebolla cocida y medio dulzona, el tocino picadito, el aderezo de mayonesa, el chile encurtido, el tomate y la lechuga, todo impregnado de un sabor a carbón que nos remonta a la pureza de la cocción original del ser humano. La hamburguesa lagunera es entonces la antítesis de la de McDonalds o Burger King, franquicias donde venden hamburguesas que son como princesas frígidas: nada pueden hacer contra las excitantes hamburguesas mulatas que deambulan en las calles laguneras. Esas sí saben a algo, y además llenan, pues suelen ser sobradamente vastas, tanto que muy pocos pueden liquidar dos al hilo. Qué más se les puede pedir.

Taco dorado
A mi modesto parecer de omnívoro irritilia, el taco dorado es la fritanga por antonomasia de la gastronomía local. Los recuerdo desde siempre; para mí, de hecho, taco es ese taco, algo así como el taco primigenio de la humanidad, el prototaco. Con el paso de los años he descubierto y han sido inventados, claro, otros tacos, desde los de La Joya hasta los de gusto agringado, como los de Taco Bell. Pero insisto: el taco dorado es como el mero papá de los tacos en mi paladar, un detonador de mi memoria que, cuando percibe aquel olor característico a sebo, viaja hacia las calles de Gómez, hacia un anafe donde nadan en aceite ardiente los tubitos de tortilla. El gusto ha cambiado. A buena parte de los tragones ya no le agrada que sus alimentos sean tan grasosos, y el solo hecho de ver albercas de manteca en ebullición la hace recular y, en La Laguna, creo, ya no es muy común encontrarlos, como ocurría más endenantes, por doquiera que uno iba. Pero qué tacos, señoras y señores. Nomás deje de comer un día y piense en esto, para ver si no se le hace agua la buchaca. En un plato extendido, ponga cinco o seis tubitos surtidos, mantecosos; luego trépeles suficiente verdura (lechuga o repollo picados, tomate en rodajas) y como remate una buena dosis de cueritos de cerdo. Bañe luego el compuesto con un poco de crema líquida y remate con otro baño de salsa roja no muy espesa. El contenido típico de cada taco no es muy variado: los hay de papas, picadillo, requesón, frijoles y carne, entre los más célebres. Uno puede pedir una “orden” surtida, que incluye los ya mencionados, o de pura carne, que por lo regular es cobrada unos centavos más cara que la otra. Si uno los pide “para llevar”, hay dos costumbres que, creo, ya están en franco proceso de extinción: los tacos y su verdura son envueltos en un megataco de papel de estraza indefectiblemente seboso; la otra costumbre, si había mucha familia y poco poder adquisitivo, era que el cliente pedía al taquero o la taquera que le echara “más pastura” (o sea, más verdura), dicho esto en argot de establo bovino.
o
Terminal
En nuestra gustada sección “Musas populares”, va: Adriana Luévano, poeta lagunera, me regaló el texto de un precioso mensaje hallado en una carnicería: “No hay amor más puro y sincero que el de un carnicero”. El plomero, el jardinero, el carpintero y el zapatero están en desacuerdo. En su favor alegan que sus oficios también riman con “sincero”.