No juzgo, sólo hago la croniquita. Después de no haberlo visitado en añales, me encontraba husmeando en un cuchitril de pésima muerte, tratando de atarantar al mal estado anímico y sólo acompañado por mi sombra. Llevaba despachadas tres heladas y ya casi estaba por sentirme Pedro Infante en sus mejores momentos cantineros cuando por la única puerta del establecimiento entró un apretado contingente de elementos de la Policía Federal Preventiva. En menos de treinta segundos, el localón iluminado con sordidazos neones rojos estaba cubierto en todos sus puntos, principalmente en la puerta, por esos hombres de azul oscuro, enmascarados con pasamontañas y más armados que las mandíbulas de un tigre. Como por arte de miedo, todos los parroquianos, me incluyo, nos quedamos con el culo en la mano, inmóviles en nuestros lugares, esto mientras el conjunto de entusiastas músicos fracasados dejaba el cumbión a medio berrear. De golpe reinó un silencio plúmbeo, como si se hubiera apagado el cochino mundo.
Con órdenes tranquilas, los elementos de azul solicitaron a los clientes, me incluyo, que nos acercáramos a una pared. Comenzó allí, sin ningún aspaviento, la escrupulosa revisión a cada civil. Cuando llegó mi turno, el amable enmascarado —un hombre bajo de estatura, de espalda y brazos sólidos, con metralleta terciada al hombro—, solicitó que pusiera todas mis pertenencias en la mesa más cercana. Ignoro por qué me salió tanta basura: decenas de papeles (tickets, facturitas, recibos), monedas, billetes, mi bolígrafo español, mi grabadora Olympus de reportero, la cartera, el paliacate, un blíster de Cafiaspirinas, una cajita de chicles, dos sobres con azúcar de los que tomo en el Oxxo para mi café, las gotas para los ojos, las llaves del coche, dos memorias USB. Tuve la impresión de que si yo seguía esculcándome iba a sacar del bolsillo hasta un plato y los cubiertos. El agente observó en paz el sacadero de mugres y cuando al fin terminé dio la sosegada orden de que pegara mis manos a la pared y abriera un poco las patas. Con fuerza, manoseando a fondo, tocó mis ropas, clavó sus manos en mis bolsillos y les jaló la tela interior, como cuando lavamos los pantalones. Palpó con firmeza mis piernas, hurgó en mis botas de minero recién boleadas en la alameda. Cuando terminó con esa palpación, procedió a indagar entre los objetos que coloqué en la mesa. Luego me pidió una identificación. Le mostré la credencial de elector. La vio con cuidado, la devolvió y dio la orden de que guardara mis pertenencias y fuera a sentarme en mi lugar.
Durante el lapso en el que me revisaron perdí de vista lo que ocurría en el entorno inmediato. Al tomar de nuevo asiento, vi que todos los parroquianos pasaban por la báscula. Eso incluyó a los cantineros y a los músicos, la revisión del baño (que jiede, por cierto, como si lo usara el mismísimo patas de chivo), todas las botellas de la barra, los instrumentos musicales, todo. Los muchos pelaos bragaos de bota picuda y cinto pitiao que poco antes lucían gritones y bien machines, ahora parecían benedictinos, congelados por el operativo. La fiesta duró como media hora, y lo que más me asombró fue el silencio. De ser un muladar estrepitoso, lo más lejano que conozco al ambiente conventual, de golpe pasó a tener, si consideramos su decibelaje, mayor silencio que la biblioteca de Harvard University.
Todavía no terminaba la basculeada cuando el mesero se escurrió no sé cómo hasta mi lugar. Pensé que, tenso como estaba el sitio, iba a pedir que cerráramos la cuenta, que le pagara mi consumición de tres cervezas. Sus palabras rebasaron mi concepto de sorpresa: “¿Qué, patrón, le servimos la ostra?”. Dije que no, que gracias. Pagué y adiós. A la birria los pastores.
Con órdenes tranquilas, los elementos de azul solicitaron a los clientes, me incluyo, que nos acercáramos a una pared. Comenzó allí, sin ningún aspaviento, la escrupulosa revisión a cada civil. Cuando llegó mi turno, el amable enmascarado —un hombre bajo de estatura, de espalda y brazos sólidos, con metralleta terciada al hombro—, solicitó que pusiera todas mis pertenencias en la mesa más cercana. Ignoro por qué me salió tanta basura: decenas de papeles (tickets, facturitas, recibos), monedas, billetes, mi bolígrafo español, mi grabadora Olympus de reportero, la cartera, el paliacate, un blíster de Cafiaspirinas, una cajita de chicles, dos sobres con azúcar de los que tomo en el Oxxo para mi café, las gotas para los ojos, las llaves del coche, dos memorias USB. Tuve la impresión de que si yo seguía esculcándome iba a sacar del bolsillo hasta un plato y los cubiertos. El agente observó en paz el sacadero de mugres y cuando al fin terminé dio la sosegada orden de que pegara mis manos a la pared y abriera un poco las patas. Con fuerza, manoseando a fondo, tocó mis ropas, clavó sus manos en mis bolsillos y les jaló la tela interior, como cuando lavamos los pantalones. Palpó con firmeza mis piernas, hurgó en mis botas de minero recién boleadas en la alameda. Cuando terminó con esa palpación, procedió a indagar entre los objetos que coloqué en la mesa. Luego me pidió una identificación. Le mostré la credencial de elector. La vio con cuidado, la devolvió y dio la orden de que guardara mis pertenencias y fuera a sentarme en mi lugar.
Durante el lapso en el que me revisaron perdí de vista lo que ocurría en el entorno inmediato. Al tomar de nuevo asiento, vi que todos los parroquianos pasaban por la báscula. Eso incluyó a los cantineros y a los músicos, la revisión del baño (que jiede, por cierto, como si lo usara el mismísimo patas de chivo), todas las botellas de la barra, los instrumentos musicales, todo. Los muchos pelaos bragaos de bota picuda y cinto pitiao que poco antes lucían gritones y bien machines, ahora parecían benedictinos, congelados por el operativo. La fiesta duró como media hora, y lo que más me asombró fue el silencio. De ser un muladar estrepitoso, lo más lejano que conozco al ambiente conventual, de golpe pasó a tener, si consideramos su decibelaje, mayor silencio que la biblioteca de Harvard University.
Todavía no terminaba la basculeada cuando el mesero se escurrió no sé cómo hasta mi lugar. Pensé que, tenso como estaba el sitio, iba a pedir que cerráramos la cuenta, que le pagara mi consumición de tres cervezas. Sus palabras rebasaron mi concepto de sorpresa: “¿Qué, patrón, le servimos la ostra?”. Dije que no, que gracias. Pagué y adiós. A la birria los pastores.