Poco meto la cuchara en ese tema, pues sé que los taurólatras son más bravos que un miura y para qué buscarle ruido a los argumentos con cuernos. Pero qué le podemos hacer. Los toros (es decir, los animales llamados toros, no la “fiesta brava” en este caso) todavía no saben escribir ni cuentan con espacio en los periódicos, así que tal vez les venga bien un desapasionado defensor de su paz. Porque en paz viven, supongo, cuando se mueven por el campo; o si no, viven en guerra, su guerra, la que su propia circunstancia de animales fragua para que, gracias al instinto de supervivencia, se defiendan de las adversidades inherentes a la vida agreste.
Estoy en contra del toreo por razones, creo, objetivas; en primer término, la crueldad. En segundo, las condiciones que artificiosamente son planteadas para ejercer esa crueldad. Veamos. Digo que mis argumentos en contra son objetivos y en realidad siento que lo son: el toreo es un espectáculo donde la crueldad brilla en toda su magnitud. Y no sólo eso: la crueldad se programa, se ofrece y se vitorea en público, no nace espontáneamente, no se relaciona con circunstancias fortuitas propias de la vida en el reino salvaje. Nada de eso. El toreo planea la muerte, organiza el derramamiento de sangre, cobra por la exhibición del dolor. Que la víctima principal sea un toro, y no un ser humano, lejos de anular mi argumento, lo refuerza, pues aunque la bestia sea más pesada y pueda matar con sus dos astas, carece de las habilidades que un hombre puede llegar a desarrollar si tiene valor, si entrena y si aprende. El toro lo único que tiene para sobrevivir es su instinto; el hombre, su agilidad, su inteligencia, su aprendizaje, su valor y, como el toro, su instinto. Si esto no fuera cierto, la estadística de muertos en un ruedo nos diría otro resultado, no el promedio infinitamente superior de bureles caídos y de hombres bien librados.
Sé que el debate contra los taurinos es tan viejo como “la fiesta”. He oído y leído que las razones ofrecidas en defensa del toreo siempre atraviesan por una densa maraña de subjetividades especiosas. Que es una tradición (también era una tradición quemar a los herejes en la hoguera), que la esencia del toro de lidia es combatir en el ruedo (tal vez sea combatir, pero ignoro por qué en el ruedo y sobre todo por qué contra un ser humano), que son más salvajes las peleas de box (puede ser, pero da la casualidad de que en ese caso los contendientes pelean en igualdad, o casi en igualdad, de condiciones y por ello la estadística da tantas victorias al de calzoncillo rojo como al de azul), que la tauromaquia abre fuentes de trabajo y es toda una empresa (sin palabras), que para el toro de lidia es mejor morir peleando que en el rastro (tal argumento penetra no sé cómo en la insondable mente del toro) y así por el estilo. Estos y otros argumentos son, en mayor o menor medida, rebatibles, y todo por no aceptar que se trata de un espectáculo despiadado a secas, una figuración de “fiesta” justificada con innumerables arabescos retóricos en los que todos hablan, menos el toro, o sea, él único ser vivo que al entrar a la plaza tiene asegurados varios picotazos y, si todo sale bien (para el torero), la muerte.
Enfatizo: la crueldad —la sangre y la muerte— son abominables en cualquier caso. Si se dirige (a escondidas o en público, solemne o festivamente) contra seres humanos o contra animales es idénticamente ruin y detestable. Sé que al decir esto no convenzo a los taurinos y que inaugurarán hoy su nueva plaza con estrépito de carnaval. Creo que Torreón ya no necesitaba eso. Es un lujo de la sevicia que bien pudimos ahorrarnos.
Estoy en contra del toreo por razones, creo, objetivas; en primer término, la crueldad. En segundo, las condiciones que artificiosamente son planteadas para ejercer esa crueldad. Veamos. Digo que mis argumentos en contra son objetivos y en realidad siento que lo son: el toreo es un espectáculo donde la crueldad brilla en toda su magnitud. Y no sólo eso: la crueldad se programa, se ofrece y se vitorea en público, no nace espontáneamente, no se relaciona con circunstancias fortuitas propias de la vida en el reino salvaje. Nada de eso. El toreo planea la muerte, organiza el derramamiento de sangre, cobra por la exhibición del dolor. Que la víctima principal sea un toro, y no un ser humano, lejos de anular mi argumento, lo refuerza, pues aunque la bestia sea más pesada y pueda matar con sus dos astas, carece de las habilidades que un hombre puede llegar a desarrollar si tiene valor, si entrena y si aprende. El toro lo único que tiene para sobrevivir es su instinto; el hombre, su agilidad, su inteligencia, su aprendizaje, su valor y, como el toro, su instinto. Si esto no fuera cierto, la estadística de muertos en un ruedo nos diría otro resultado, no el promedio infinitamente superior de bureles caídos y de hombres bien librados.
Sé que el debate contra los taurinos es tan viejo como “la fiesta”. He oído y leído que las razones ofrecidas en defensa del toreo siempre atraviesan por una densa maraña de subjetividades especiosas. Que es una tradición (también era una tradición quemar a los herejes en la hoguera), que la esencia del toro de lidia es combatir en el ruedo (tal vez sea combatir, pero ignoro por qué en el ruedo y sobre todo por qué contra un ser humano), que son más salvajes las peleas de box (puede ser, pero da la casualidad de que en ese caso los contendientes pelean en igualdad, o casi en igualdad, de condiciones y por ello la estadística da tantas victorias al de calzoncillo rojo como al de azul), que la tauromaquia abre fuentes de trabajo y es toda una empresa (sin palabras), que para el toro de lidia es mejor morir peleando que en el rastro (tal argumento penetra no sé cómo en la insondable mente del toro) y así por el estilo. Estos y otros argumentos son, en mayor o menor medida, rebatibles, y todo por no aceptar que se trata de un espectáculo despiadado a secas, una figuración de “fiesta” justificada con innumerables arabescos retóricos en los que todos hablan, menos el toro, o sea, él único ser vivo que al entrar a la plaza tiene asegurados varios picotazos y, si todo sale bien (para el torero), la muerte.
Enfatizo: la crueldad —la sangre y la muerte— son abominables en cualquier caso. Si se dirige (a escondidas o en público, solemne o festivamente) contra seres humanos o contra animales es idénticamente ruin y detestable. Sé que al decir esto no convenzo a los taurinos y que inaugurarán hoy su nueva plaza con estrépito de carnaval. Creo que Torreón ya no necesitaba eso. Es un lujo de la sevicia que bien pudimos ahorrarnos.