jueves, febrero 14, 2008

Gotitas de ilusión



El amor siempre será lo más importante en nuestras vidas y todos tenemos la oportunidad de ofrecerlo a los demás. Es una gotita de ilusión depositada en los corazones de nuestros semejantes, una milagrosa gotita que, cuando se da, en su aparente pequeñez nos limpia por dentro y provoca que la existencia se enriquezca y tengamos la dicha de cosechar en el futuro auroras de felicidad. Sin amor, entonces, las esperanzas palidecen y nuestra fe comienza a latir con menor intensidad.
Por eso, porque el amor tiñe nuestras almas de alegría, debemos obligarnos a sonreír y a tender la mano cariñosamente a quienes nos rodean. Tú, amado lector, puedes hacerlo si te lo propones como una meta de todos los días. Porque amar es tocar los sentimientos del prójimo, es preguntarte a cada momento no que te han dado los demás a ti, sino que les has dado tú a ellos, tú que tienes dos manos, dos ojos, dos oídos y un corazón capaz de compartir. Ya lo dijo un gran filósofo: el amor es una montaña y los hombres más felices son los que la ascienden. Asciéndela, sube, ¡no te dejes vencer por las adversidades y haz de tu vida un himno a la alegría!
Amar es más fácil de lo que imaginas. Sólo tienes que decir ¡basta al silencio! Si puedes, y sé que puedes, corre a la calle y grita a todo el mundo que lo amas. Así: que no te importen las burlas. Grita con toda tu voz que los quieres amar, que nada impedirá que algún día nuestro buen dios acabe con lo malo y triunfe ¡EL AMOR!, sí, ¡EL INFINITO AMOR!
Por eso te voy a contar el rescate de Sarín Al Viyhapharaphurmharath, un gran pensador de oriente que vivía en una humilde choza construida a la orilla del río. Se cuenta que Sarín era un hombre solitario y triste. Todas las mañanas despertaba y se dirigía a su barca. Pescaba en ella sólo lo necesario para su alimentación, y la gente del pueblo, intrigada, murmuraba por qué Sarín el ermitaño no quería compartir ni siquiera una palabra. Todos le tenían miedo, pues pensaban que si intentaban dialogar con él, se iba a enojar mucho y era mejor no provocarlo. Un día, cierto niño de la aldea lo vio pasar en la barca. El agua del río era demasiado ruda, pues las lluvias de la época mantenían un caudal fuerte. Nadie sabe la razón por la que el niño cayó al río, de manera que era muy probable que muriera si nadie le prestaba ayuda. Sarín lo vio de lejos y dirigió, como pudo, su barca hacia el pequeño. Cuando estuvo cerca de él, tendió su mano y logró tomarlo del brazo, lo jaló hacia la barca y el niño logró sobrevivir. Para entonces, un pastor que andaba por allí vio toda la escena y dio noticia al pueblo entero. La gente corrió río abajo, para esperar a Sarín y ver al niño. Al llegar, todos se atrevieron a felicitar a Sarín, y varias veces le agradecieron que hubiera salvado al niño. El viejo ermitaño, luego de oírlos, habló por fin: “No lo salvé; él me salvó, pues ha permitido que yo hable ahora y les diga a todos que ¡los quiero!”. Los pobladores se abrazaron y hubo una gran fiesta que duró cuatro días y cuatro noches.
Esta parábola ilustra que a veces, por miedo, no decimos lo mucho que podemos amar, y nos encerramos como ermitaños en nuestro propio corazón. Muy mal; hay que hacer como Sarín: hay que darnos una oportunidad para decir que amamos, hay que salvarnos a nosotros mismos.
Esa misma oportunidad es la que aprovecho ahora para decir que todo columnista tiene derecho a defenderse de las acusaciones. Me han dicho que soy un amargado, un cabrón hecho nomás para destilar bilis; ya ven que no: yo también puedo retozar en el optimismo acartonado y disparar a quemarropa, al menos en este bello día, ¡mis gotitas de ilusión!