sábado, julio 01, 2023

Márgenes de la autoestima












De entrada y aunque suene raro como preámbulo, una digresión. Alguna vez pensé que las autodescripciones en los perfiles de las redes sociales podían convertirse en un género literario. Hayan sido escritas como hayan sido escritas, todas revelan más de lo que suponemos pueden revelar. Las austeras (“Médico”, “Locutor”, “Fotógrafo”, “Abogada”, “Bailarina”) dejan ver claramente que los usuarios son sobrios y no gustan de echar mucha crema a sus tacos; las curriculares (“Ingeniero civil. Egresó del IPN. Trabaja actualmente para Constructora Marco, S.A.”) descubren solemnidad, actitud seria ante la vida; las poéticas (“Espíritu insumiso, navegante del ser, fanático de la verdad y el aire fresco”) enseñan deseos de trascendencia; las chuscas/cínicas (“Terapeuta de top models”, “Borracho y asesino serial”) muestran mentalidades posmodernas.

Cuando usé Twitter, espacio que ya por suerte defenestré, urdí una descripción bufa envuelta en tono serio: “Escritor, periodista y editor, pero nació y radica en la Comarca Lagunera”. Recuerdo que mi amigo Heriberto Ramos Hernández celebró que el uso de la conjunción adversativa “pero” casi casi terminaba por neutralizar los méritos iniciales del enunciado. En otras palabras, uno puede decir que es Kalimán, “pero” si nació y radica en la Comarca Lagunera es como no haber conseguido nada en la vida. Pasaron los años y eliminé aquella autodescripción cuando una persona muy querida me pidió que la quitara, que no le gustaba esa actitud minusvalorativa. Traté, claro, de explicarle que no era una apreciación seria de mí mismo, que pese a todo tengo mi autoestima, o que en todo caso siempre he tenido la impresión de que mis “logros” (con sonrojo los llamo así) no me autorizaban a decir linduras de mi “carrera” y por ello mi fuero íntimo siempre ha sido el escenario de una pugna entre el orgullo por lo conseguido y la sensación de fracaso o, al menos, de escaso mérito.

Cierro la extraña digresión. No sé en otras disciplinas, pero en el arte creo que son infrecuentes las actitudes a lo Dalí, a lo Nabokov o a lo Cuevas, es decir, de una autopercepción expresada por medio de verbosidad grandilocuente (“Soy un genio”). Por lo general, el artista es un vanidoso, un soberbio marca diablo, un ególatra sin orillas, pero se cuida de mostrarlo porque en general, al margen de lo que nos prescriban los libros de autoayuda, es de mal gusto echarse flores y porque quizá, como digo arriba, en el fondo duda de su grandeza. Esto es una generalización, obviamente, pero en suma expone lo que noto más frecuente: un procesamiento de la mamonería que tiende más a sofocarla que a exaltarla. Véanse si no, en YouTube, las entrevistas de Joaquín Soler Serrano a escritores. A todos los elogia (con razón), pero todos aprietan el gesto para no parecer que creen en los piropos.

Este apunte nació al ver el documental Pavarotti (Ron Howard, 2019) disponible en la plataforma HBO. Luego de recorrer la bestial obra del quizá más grande cantante de la historia, el film consigna el momento en el que Pavarotti cae enfermo. Giuliana, una de sus tres hijas, declara que en el cuarto de hospital, ya muy disminuido de salud, el cantante le pidió reproducir una cinta de audio. Lo expone textualmente así: “Le espantaba mucho oír su voz, pero, cuando se enfermó, ya no podía cantar. Nos hizo escuchar, a Cristina y a mí, la grabación de un concierto suyo con John Wustman. Se estaba escuchando y dijo: ‘Yo era bueno’. ‘Sí, papá, ¿te asombras? Sí eras bueno, papá’. ‘Pero yo canto bien’. Él se asombró de verdad”.

Pavarotti había dudado de su don. Luego entonces, qué podemos opinar los mortales sobre nuestros talentos, si es que alguno tenemos.