Con
una equilibrada mezcla de satisfacción y alarma suelo reencontrarme con mis
viejos libros. Pasa seguido que al reacomodar o sacudir aflora el lomo de algún
título comprado y leído hace no pocos años, a veces hasta cuarenta, y al
hojearlo sobreviene el recuerdo del placer por su lejana lectura y asimismo el
horror por retener apenas vaguedades de su contenido. Supongo que siempre es
así para los no memoriosos como yo: que el usufructo de una lectura remota
suele quedar casi reducido a polvo luego de que ha pasado mucho tiempo, pero esto
no derrumba del todo la alegría de saber que tales o cuales páginas alguna vez
fueron recorridas con la vista todavía no cansada de la juventud.
Ante
esta realidad triste y feliz al mismo tiempo he puesto en práctica un experimento
en el taller literario. Desde hace varios meses, al iniciar cada sesión y
mientras llegan todos los asistentes que suelen participar en ese espacio,
llevo y comento un libro de mis estanterías más antiguas. Antes de salir hacia
el taller, en la mañana de los sábados y sin pensarla demasiado, tomo un poco
al azar cualquiera de los libros que alguna vez me distrajeron y u o me
aleccionaron. Lo cargo hasta el taller y, para hacer tiempo, comento lo que
puedo sobre el autor y sobre el contenido. Todo se basa en lo que me queda en
la memoria, muchas veces apenas algún vestigio de lo leído, pero suficiente
para desahogar quince minutos de comentarios que desean entusiasmar a los
talleristas sobre las bondades del libro elegido.
Hasta
ahora llevo cerca de cincuenta libros, y puedo decir que la adquisición y la
lectura de la mayoría data de hace veinte o treinta años. Reconozco que gran
parte de su contenido se me ha escurrido del depósito de la memoria, pero lo
que queda es materia suficiente para hablar un poco y, sobre todo, para revivir
el goce que alguna vez fue pleno y, pasados tantos años, se ha descarapelado
pero sigue allí, vigente a su modo tenue y maravilloso. Entre los autores ya
sobrevolados están muchos a los que nunca abandono: Borges, Reyes, Cervantes,
Neruda, y otros tantos descubiertos más recientemente como Sorrentino, Cercas,
Iparraguirre…
Lo que a la larga nos deja la buena lectura puede ser poco, pero nunca se va del todo.