De
vez en cuando reencuentro anotaciones, apuntes, bocetos y demás en las entrañas
de mi computadora. Son borradores inéditos, ideas sueltas que, a la manera del
diario personal no de papel sino digital, captan un pedacito de vida cotidiana.
En este caso es una anécdota de hace diez años, inédita; viene a continuación y
creo que sigue sugiriendo un buen proceder de parte de los padres y sus hijos:
Aunque
se base en una anécdota personal del martes pasado, el tema nos atañe a todos,
no sólo a quienes vivimos ya el privilegio/desafío de ser padres. Narro. Iba en
el coche con mis hijas rumbo a su escuela, temprano. La de doce años llevaba
una cartulina hecha tubo, y en un semáforo preguntó que si podía mostrármela.
Le dije que sí. Al verla, traté de no exhibir ningún azoro, y pensé que se
trataba de algún tema contenido en la unidad equis de cierta materia vinculada
con lo social. Sólo dije que estaba bien y ya.
En
realidad eran dos cartulinas, y ambas abordaban el mismo asunto: “El matrimonio
entre personas del mismo sexo”. La niña me informó que era para una exposición
en equipo que ofrecerían el jueves en el salón de clases, así que llevaba las
cartulinas para que la maestra les diera el visto bueno. Todavía con interés
intencionalmente mediano, le pregunté que dónde, en qué libro de texto, veían
ese tema. Me daba íntimo gusto, por supuesto, que los libros de texto ya
asumieran ese tópico como parte de lo que se debe plantear y debatir en la
adolescencia.
Yo
estaba seguro de que mi hija contestaría algo así: “Es del libro de educación
tal, unidad tal”. Pero no, su respuesta fue deslumbrante: “No viene en ninguno
de los libros. La maestra dijo que eligiéramos nuestra exposición de manera
libre, y si ella no hubiera estado de acuerdo, no hubiera sido libre. El tema
lo propuse yo, y mis compañeros y compañeras de equipo lo aceptaron”. Debo
decir que en ningún momento percibí morbo o una curiosidad anómala en esta
conversación, y me cuidé de no parecer demasiado inquisitivo, aunque tampoco
indiferente. El jueves se dio la exposición, les fue muy bien, y fin, no pasó
nada.
Lo
que veo detrás de esto es mucho más de lo que ocurrió, claro. Veo un cambio de
mirada respecto de un asunto que en la niñez de quienes pasamos, no sé, los
cuarenta años, no sólo era imposible tratar, sino siquiera pensar como posible,
como “tema”. Jamás, que yo recuerde, y eso que estuve en puras escuelas
públicas, hablamos sobre homosexualidad de manera frontal, en el grupo; jamás
en las conversaciones privadas de los patios escolares dialogamos sin tomar el
tema a broma o sin hacer sátira del compañero o compañera, o maestro o maestra,
que estuvieran bajo sospecha colectiva.
Más allá de que sólo sea un abordaje esporádico, una anécdota y no la unidad específica de un libro de texto en el área de “ciencias sociales”, me dio gusto saber que cuatro niñas y niños de doce años expusieron frente a su grupo, hayan dicho lo que hayan dicho, un asunto que, como tantos otros, debemos orear sin miedo hasta alejarnos del tratamiento añejo: el del secreto, el de la burla o, principalmente, el del silencio.