El
domingo pasado recibí la noticia: mi amigo Antonio Cruz había muerto. Un mes
antes me había hablado desde Santiago del Estero, Argentina, para conversar
sobre literatura. Me alegró aquel domingo, y aunque su salud estaba ya muy
quebrantada, lo escuché optimista, cordial, afectuoso como siempre. Pese a la
distancia, la de Antonio era una amistad harto cálida y cercana. Los miles de
kilómetros que nos separaban no impedían que se interesara noblemente en mi
vida y en mis textos, casi como si fuera un cuate lagunero de los más cercanos.
Maestro,
médico y escritor, Antonio nació en Frías, Santiago del Estero, Argentina, en
1951. Egresó como médico cirujano de la Universidad Nacional de
Córdoba (UNC, 1976) y ejerció diversos cargos públicos relacionados con su
profesión. Hizo periodismo radial y publicó colaboraciones en medios
periodísticos de Santiago del Estero, Buenos Aires, Tucumán, Córdoba, Salta y
otras provincias argentinas. Publicó los poemarios Catarsis, poemas de amor con esperanza (1998), Ashpa Súmaj (2003), Canto a mi pueblo (2003), Aires del noroeste y Tránsito (desde la oscuridad hacia la luz) (2008), así como el libro de
cuentos Tío Elías y otros (2004),
entre otros. Era uno de esos raros escritores-todo-generosidad, un hombre
despojado de envidia, ajeno por completo a la mala leche que lamentablemente es
habitual en los medios artísticos. Al contrario, durante muchos años tendió
puentes y se dedicó a alentar la escritura de otros con un desinterés literario
casi apostólico, si se me permite la expresión.
Además
del contacto que permiten hoy las nuevas tecnologías, tres veces tuve la
fortuna de verlo y de tratarlo personalmente. Una maravilla de ser humano. La
primera vez que dialogamos fue en Tucumán, hacia 2007. Ambos participábamos en
un congreso literario y en el tumulto de asistentes nadie me lo presentó.
Recuerdo que al final de la actividad académica hubo una cena en un edificio
antiguo y lujoso ubicado frente a la plaza principal de San Miguel de Tucumán.
En un momento se me ocurrió tomar aire y ver la plaza, y hasta allí llegó Toño
para hacerme conversación. Me impresionó su bonhomía, la genuina atención que
puso en mis palabras. Desde allí quedamos como amigos y con frecuencia nos
cruzamos mails. Volvimos a vernos en 2010, en la Feria del Libro de Buenos
Aires, donde compartimos una mesa de lectura en la que también participó Martín
Gardella, amigo de ambos. Un año después nos reencontramos en Santiago del Estero,
la ciudad donde radicaba. Junto a varios escritores santiagueños había
organizado un encuentro de escritores y tuvo la bondad de convidarme. No
olvidaré nunca que aquella vez nos recibió en su casa, donde cenamos junto a Mariana Lucatelli, su
esposa, y los escritores Alejandro Vaccaro, argentino, y Rony Vásquez Guevara,
peruano. En aquella ocasión llevé a mi hija mayor, quien conoció a Toño y
también recibió de él un trato de caballero.
Al
saber de su muerte sobrevolé muros de Facebook de amigos comunes; todos
coincidían en la misma idea: Antonio Cruz fue un hombre generoso, sensible,
solidario, inteligente y entregado a su profesión de médico y su vocación de
escritor. Alguna vez le dediqué un cuento, lo que yo entendí nomás como un
apretón de manos. Nunca dejó de agradecerlo con palabras de apoyo a mi trabajo
y de cariño a mi familia. Era un tipazo. Nunca lo olvidaré. Descanse en paz.