Por
fin llegué a Netflix y he derramado mi atención en varios documentales. Este
género me interesa más, no sé por qué, que la ficción, quizá porque en el fondo
la manera de contar cualquier historia verdadera termina impregnando todo de
fantasía, de ese raro y delicioso aroma que tienen las mentiras bien narradas.
Uno de los documentales que vi es en realidad una “docuserie”, neologismo hoy
usado para designar aquellos documentales que se despliegan en varios
capítulos. Trata sobre la agitada vida y la extraordinaria obra de un asesino
serial llamado Henry Lee Lucas. Su caso me resultó impresionante no tanto por
el personaje en sí, sino por la corrupta situación en la que se vio envuelto.
Accedo a describir los entresijos de su desgracia.
Lucas
nació en Virginia hacia 1936, y desde chico vivió en circunstancias dignas de
espanto. Para empezar, su madre, lejos de darle tranquilidad, le dio palizas y
toda suerte de vejámenes, como ejercer la prostitución delante de él; su
padre era alcohólico y no podía caminar; murió en 1950. Los maltratos
terminaron cuando Lucas se defendió y aniquiló a su madre. Ya huérfano comenzó una dilatada y accidentada andanza que lo llevó a la cárcel, a
hospitales psiquiátricos y a toda clase de ámbitos propicios para pudrirse la
vida más de lo que se la pudrió el entorno familiar. En una de ésas
conoció a un tal Ottis Elwood Toole, sujeto con la peor catadura tanto física
como espiritual. Para no hacerla tan larga, las correrías del dueto Lucas-Toole
estuvieron plagadas de lo único que podían plagarse: brutalidad, vicios,
delitos de todos los pelajes.
Un
buen día Lucas es juzgado y sentenciado por asesinato, y a partir de allí
comenta, casi con tedio, ya con la sentencia en su contra, que qué iba a
suceder con los otros asesinatos perpetrados también por él. Esto desata el
interés de las autoridades, y por una cuestión jurisdiccional se lo apropia un
sheriff llamado Jim Boutwell, miembro de los famosos Rangers de Texas, departamento
de policía que hace mucho bajó del caballo pero en el que se sigue usando sombrero de Taco
Bell y corbatita a medio pecho. Tras los primeros interrogatorios, Lucas
comenzó a soltar sopa en cantidades industriales. En pocas semanas casi era el
autor de todos los homicidios de mujeres no resueltos en los Estados Unidos.
Mágicamente, con prodigiosa, con sospechosa memoria el sereno Lucas reconstruyó sucesos con
una minuciosidad que parecía guionada. Llevaba a las autoridades a las escenas
del crimen, describía la apariencia de sus víctimas, explicaba sus métodos de
ataque, todo. Por mucho y en teoría, él solito rebasó las cien víctimas.
La
“docuserie” no lo dice enfáticamente, pero es obvio que el caso Henry Lee Lucas
fue el de un asesino que se colgó milagritos extras para evitar la pena de
muerte y luego, cuando vio que aceptar más y más asesinatos lo mantendría con
vida, fue un negociazo para los Rangers que comenzaron a resolver asesinatos de
otros estados gracias a que Lucas los admitía todos, casi como un acaparador de
homicidios.
Por
eso digo que más que el lamentable destino de Lucas, lo que impresiona en este
trabajo es la facilidad con la que las autoridades pueden ceder a la tentación
de hacer trampa, esto en China, en México y no se diga en el siempre perfecto y
ejemplar Estados Unidos.