sábado, julio 11, 2020

Blanco y negro














Descubrí el ajedrez siendo ya viejo, como a los quince años. Las reglas básicas del juego me fueron reveladas por un vecino que inmediatamente se convirtió en mi contrincante, o al revés: quizá me enseñó a jugarlo para tener con quién desahogar partidas en aquellas tardes de principios de los ochenta que vieron triunfos parejos de mi instructor y míos. Puedo calcular que la efervescencia por su práctica me duró poco, unos dos o tres años nomás, y concluyó cuando mi vecino se mudó de casa y dejó de ser mi vecino. Luego, muchos años después, como en el 95, disputé algunas partidas con un amigo periodista que me derrotó sin misericordia. Esos encuentros dejaron ver claramente que el ajedrez no era lo mío. Como tantas otras actividades que nos arrima la vida, dejé el ajedrez en el olvido, tengo como 25 años sin mover una pieza y estoy convencido de que jamás regresaré a los escaques.
Esto no significa aversión o algo parecido. Más bien es distanciamiento motivado por respeto, y la sensación de que, mal jugado como lo jugué, no tiene caso invertir tiempo frente a los tableros. Respeto tanto a los grandes de la especialidad que todavía hoy, cuando me topo alguna nota relacionada con los campeones mundiales, la leo pensando que los grandes ajedrecistas son sujetos con una estructura mental distinta a la ordinaria, genios de un juego cuyo sentido está en el juego mismo, pues no tiene ninguna utilidad. También, no puedo leer o pensar la palabra “ajedrez”, hermoso arabismo, sin volver a los dos sonetos de Borges que la usan como título; este es el segundo:
“Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada / reina, torre directa y peón ladino / sobre lo negro y blanco del camino / buscan y libran su batalla armada. // No saben que la mano señalada / del jugador gobierna su destino, / no saben que un rigor adamantino / sujeta su albedrío y su jornada. // También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y de blancos días. // Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?”
No conocía la Novela de ajedrez escrita por Stefan Zweig, lo que motivó mi recuerdo sobre el principiante inconcluso que fui y describí en el primer párrafo. Más allá de su curiosa trama (un joven monomaniaco, mentalmente incapaz de profundizar en alguna idea o conocimiento, se convierte pese a esto en un ajedrecista consumado, tanto que llega a campeón mundial), me topé con una descripción inmejorable sobre el ajedrez: “… antiquísimo y sin embargo siempre nuevo; mecánico en su disposición y sin embargo eficaz tan solo por obra de la fantasía; limitado a un espacio rígidamente geométrico y a un tiempo ilimitado en sus combinaciones; en perpetuo desarrollo y sin embargo estéril; un pensamiento que no lleva a nada, una matemática que nada calcula, un arte sin obras, una arquitectura sin sustancia, y aun así más manifiestamente perenne en su esencia y existencia que todos los libros y obras de arte, el único juego que pertenece a todos los pueblos y a todas las épocas y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y estimular el espíritu…”.
Tal vez hubiera sido pertinente no haberlo abandonado, pero ya es tarde. Me queda el placer de admirarlo a la distancia y de vez en cuando leer algo sobre él, como la bella novelita de Zweig.