Descubrí
el ajedrez siendo ya viejo, como a los quince años. Las reglas básicas del
juego me fueron reveladas por un vecino que inmediatamente se convirtió en mi
contrincante, o al revés: quizá me enseñó a jugarlo para tener con quién
desahogar partidas en aquellas tardes de principios de los ochenta que vieron
triunfos parejos de mi instructor y míos. Puedo calcular que la efervescencia
por su práctica me duró poco, unos dos o tres años nomás, y concluyó cuando mi
vecino se mudó de casa y dejó de ser mi vecino. Luego, muchos años después,
como en el 95, disputé algunas partidas con un amigo periodista que me derrotó
sin misericordia. Esos encuentros dejaron ver claramente que el ajedrez no era
lo mío. Como tantas otras actividades que nos arrima la vida, dejé el ajedrez
en el olvido, tengo como 25 años sin mover una pieza y estoy convencido de que
jamás regresaré a los escaques.
Esto
no significa aversión o algo parecido. Más bien es distanciamiento motivado por
respeto, y la sensación de que, mal jugado como lo jugué, no tiene caso
invertir tiempo frente a los tableros. Respeto tanto a los grandes de la
especialidad que todavía hoy, cuando me topo alguna nota relacionada con los
campeones mundiales, la leo pensando que los grandes ajedrecistas son sujetos
con una estructura mental distinta a la ordinaria, genios de un juego cuyo
sentido está en el juego mismo, pues no tiene ninguna utilidad. También, no
puedo leer o pensar la palabra “ajedrez”, hermoso arabismo, sin volver a los
dos sonetos de Borges que la usan como título; este es el segundo:
“Tenue
rey, sesgo alfil, encarnizada / reina, torre directa y peón ladino / sobre lo
negro y blanco del camino / buscan y libran su batalla armada. // No saben que
la mano señalada / del jugador gobierna su destino, / no saben que un rigor
adamantino / sujeta su albedrío y su jornada. // También el jugador es
prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y de
blancos días. // Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de
Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?”
No
conocía la Novela de ajedrez escrita
por Stefan Zweig, lo que motivó mi recuerdo sobre el principiante inconcluso
que fui y describí en el primer párrafo. Más allá de su curiosa trama (un joven
monomaniaco, mentalmente incapaz de profundizar en alguna idea o conocimiento,
se convierte pese a esto en un ajedrecista consumado, tanto que llega a campeón
mundial), me topé con una descripción inmejorable sobre el ajedrez: “…
antiquísimo y sin embargo siempre nuevo; mecánico en su disposición y sin
embargo eficaz tan solo por obra de la fantasía; limitado a un espacio
rígidamente geométrico y a un tiempo ilimitado en sus combinaciones; en
perpetuo desarrollo y sin embargo estéril; un pensamiento que no lleva a nada,
una matemática que nada calcula, un arte sin obras, una arquitectura sin
sustancia, y aun así más manifiestamente perenne en su esencia y existencia que
todos los libros y obras de arte, el único juego que pertenece a todos los
pueblos y a todas las épocas y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra
para matar el hastío, aguzar los sentidos y estimular el espíritu…”.
Tal
vez hubiera sido pertinente no haberlo abandonado, pero ya es tarde. Me queda
el placer de admirarlo a la distancia y de vez en cuando leer algo sobre él,
como la bella novelita de Zweig.