sábado, julio 25, 2020

En el camino andamos
























Más de un año pasó desde que Juan Manuel Rodríguez Mendoza me convidó a caminar por el monte lagunero y le tomé la palabra. Cuando nació la invitación yo sabía dos cosas sobre mi circunstancia física: que siempre fui muy buen andariego y que mi condición física había sido convertida en un desastre por el sedentarismo. Si bien no tiendo al sobrepeso, era evidente que hace un año no estaba preparado para intentar caminatas de ningún tipo, y menos para el ejercicio de correr. Dada esta certeza, la de mi lamentable estado físico, decidí buscar una suerte de rutina que me fortaleciera y así pasé varios meses: comí mejor e hice mucho ejercicio. Poco antes de marzo, cuando fue decidido el confinamiento por la pandemia, estaba al tope, listo para ascender el Kilimanjaro, pero todo frenó de golpe. Recuerdo incluso que se suspendió una acometida al Centinela a la que había sido invitado por la doctora Lucila Navarrete Turrent, gran académica y excelente deportista.
En los meses del encierro por la cuarentena incurrí nuevamente en la haraganería: cero ejercicio y mucha comida. Esto me fue creando la sensación de retroceso, de pérdida: lo que había ganado en meses y meses de disciplina se diluyó en la monotonía del enclaustramiento. Recuerdo que, como todos, veía que los contactos de mis redes sociales habilitaban rutinas de ejercicio, pero nada de eso me sedujo. Hace dos semanas, sin embargo, me dije, como Lupita D’Alessio, “hoy voy a cambiar”, y comencé al menos a caminar. No mucho, no a gran velocidad, pero recomencé.
Llego aquí al meollo de esta crónica: Alberto Rubio, Servando Rodríguez y el mencionado Juan Manuel, amigos y compañeros de trabajo, me invitaron a caminar hacia el cerro de la antena contiguo al ejido Vizcaya. Yo todavía tenía dudas sobre mi condición, pues ya no soy precisamente un chamaco y sé que sin preparación adecuada cualquier esfuerzo me orilla al desfallecimiento. Pese a esto, acepté, y la mañana del jueves 23, muy temprano, coincidimos los cuatro en un punto de Torreón. Emprendimos el recorrido y pasamos por La Partida, el ejido donde nació el inmenso Oribe Peralta. Poco después, luego de disfrutar el verdor de muchas sementeras bien cultivadas, atravesamos el ejido Vizcaya y un poco más allá estacionamos el vehículo. A partir de allí el ascenso hasta la antena se dio por una empinada ruta de piedra caliza. Todo fue subir poco a poco, rodear el cerro casi en espiral y ver gradualmente la lejanía llena de sembradíos. La madrugada anterior había llovido, así que el clima se mostraba húmedo y saludable. Juan Manuel es un corredor experto, conoce sin titubeos decenas de caminos en la estepa lagunera, así que fue espléndido escuchar sus explicaciones sobre la distancia y el entorno. Llegamos a la antena, nos tomamos algunas fotos e iniciamos la bajada por otro rumbo: una brecha angosta y escarpada, todo un desafío para mis oxidados huesos.
Llegué a casa con el cuerpo apaleado, pero el viernes, ayer, estaba como si tuviera veinte años, sin dolor y lleno de energía, un milagro. En total fueron 7848 pasos, poco más de seis kilómetros, casi dos horas de marcha y lo mejor: en la memoria el recuerdo fresco de haber visto un paisaje hermoso lleno de candelilla, cardenche, ocotillo, gobernadora, flor de peña y varias cactáceas que dada mi ignorancia botánica no puedo nombrar.
Nunca es tarde para redescubrir el espacio natural de la tierra en la que nací y amo. Volveré a las andadas.