Más
de un año pasó desde que Juan Manuel Rodríguez Mendoza me convidó a caminar por
el monte lagunero y le tomé la palabra. Cuando nació la invitación yo sabía dos
cosas sobre mi circunstancia física: que siempre fui muy buen andariego y que
mi condición física había sido convertida en un desastre por el sedentarismo.
Si bien no tiendo al sobrepeso, era evidente que hace un año no estaba
preparado para intentar caminatas de ningún tipo, y menos para el ejercicio de
correr. Dada esta certeza, la de mi lamentable estado físico, decidí buscar una
suerte de rutina que me fortaleciera y así pasé varios meses: comí mejor e hice
mucho ejercicio. Poco antes de marzo, cuando fue decidido el confinamiento por
la pandemia, estaba al tope, listo para ascender el Kilimanjaro, pero todo
frenó de golpe. Recuerdo incluso que se suspendió una acometida al Centinela a
la que había sido invitado por la doctora Lucila Navarrete Turrent, gran académica
y excelente deportista.
En
los meses del encierro por la cuarentena incurrí nuevamente en la haraganería:
cero ejercicio y mucha comida. Esto me fue creando la sensación de retroceso,
de pérdida: lo que había ganado en meses y meses de disciplina se diluyó en la
monotonía del enclaustramiento. Recuerdo que, como todos, veía que los
contactos de mis redes sociales habilitaban rutinas de ejercicio, pero nada de
eso me sedujo. Hace dos semanas, sin embargo, me dije, como Lupita D’Alessio,
“hoy voy a cambiar”, y comencé al menos a caminar. No mucho, no a gran
velocidad, pero recomencé.
Llego
aquí al meollo de esta crónica: Alberto Rubio, Servando Rodríguez y el
mencionado Juan Manuel, amigos y compañeros de trabajo, me invitaron a caminar hacia el cerro de la antena
contiguo al ejido Vizcaya. Yo todavía tenía dudas sobre mi condición, pues ya
no soy precisamente un chamaco y sé que sin preparación adecuada cualquier
esfuerzo me orilla al desfallecimiento. Pese a esto, acepté, y la mañana del
jueves 23, muy temprano, coincidimos los cuatro en un punto de Torreón.
Emprendimos el recorrido y pasamos por La Partida, el ejido donde nació el
inmenso Oribe Peralta. Poco después, luego de disfrutar el verdor de muchas
sementeras bien cultivadas, atravesamos el ejido Vizcaya y un poco más allá
estacionamos el vehículo. A partir de allí el ascenso hasta la antena se dio
por una empinada ruta de piedra caliza. Todo fue subir poco a poco, rodear el
cerro casi en espiral y ver gradualmente la lejanía llena de sembradíos. La
madrugada anterior había llovido, así que el clima se mostraba húmedo y
saludable. Juan Manuel es un corredor experto, conoce sin titubeos decenas de
caminos en la estepa lagunera, así que fue espléndido escuchar sus
explicaciones sobre la distancia y el entorno. Llegamos a la antena, nos tomamos
algunas fotos e iniciamos la bajada por otro rumbo: una brecha angosta y
escarpada, todo un desafío para mis oxidados huesos.
Llegué
a casa con el cuerpo apaleado, pero el viernes, ayer, estaba como si tuviera
veinte años, sin dolor y lleno de energía, un milagro. En total fueron 7848
pasos, poco más de seis kilómetros, casi dos horas de marcha y lo mejor: en la
memoria el recuerdo fresco de haber visto un paisaje hermoso lleno de
candelilla, cardenche, ocotillo, gobernadora, flor de peña y varias cactáceas
que dada mi ignorancia botánica no puedo nombrar.
Nunca
es tarde para redescubrir el espacio natural de la tierra en la que nací y amo.
Volveré a las andadas.