En el debate público sobre las necesidades de una ciudad poco
se enfatiza el valor de las áreas verdes como aglutinante social. Mientras los
candidatos andan en campaña, prometen lo que ya sabemos: honradez, buena
administración de los recursos, drenaje, alumbrado, atracción de inversiones
que generen empleo, seguridad, apoyo al deporte y la cultura y así, una batería
más o menos estándar de ofrecimientos que son el pan de cada campaña. En los
discursos aparece la necesidad de las áreas verdes, ciertamente, pero siempre
de manera algo tangencial, casi como nota al pie de página, sólo por no dejar.
Las áreas verdes son el equivalente a un jardín en la casa,
un espacio para el reposo y la contemplación, para el solaz de la lectura y la
sensación de bienestar en soledad o en compañía. Si todo fuera concreto y
pavimento, como hoy muchas ciudades lo son, la sensibilidad del ser humano no
tendría margen para el descanso de su mirada en medio del estrés que producen
los problemas cotidianos. Una plaza, un parque, un bosque y a veces hasta un
andador bien provisto de plantas hacen la diferencia entre una ciudad hostil,
amenazante, y otra grata a los sentidos, amable con el espíritu del ciudadano local
y del foráneo que la visita.
En el entorno que me queda cerca, el de Torreón en su zona
céntrica y su segundo cuadro, hay pocos espacios verdes. La plaza de armas, la
alameda, el bosque y un poco más al nororiente la plaza Madero, son los tres
únicos puntos cuyas características son equiparables a lo que denominamos áreas verdes. La Plaza Mayor, por más
que en un extremo tenga las jardineras colindantes con la avenida Morelos, es
lo menos parecido a un área verde, pues se trata de una plancha de concreto que
por otro lado es viable para lo que fue construida: un espacio adecuado para
organizar actividades cívicas y presentaciones (sobre todo musicales) masivas.
La carencia de áreas verdes se puede cuantificar de
inmediato, casi a simple vista. Por ejemplo, todo el bulevar Independencia,
desde la Múzquiz hasta la Plaza Galerías, no las tiene, ninguna. Todo lo que
hay son edificios, comercios, plazas comerciales, concesionarias de
automóviles, gasolineras... Ni siquiera hay allí una florería, algo que se
relacione —así sea oblicuamente— con la naturaleza.
En este aspecto, la política pública de un ayuntamiento no
sólo debe consistir en el remozamiento de lo que ya hay. Eso está muy bien,
pero debe ser acompañado por un esfuerzo permanente para pellizcar terreno al cemento,
para ganar cancha a la “civilización” que suponen los negocios. Porque sembrar
árboles es ciertamente un emprendimiento relacionado con la salud pública en
sentido físico, pero no sólo eso: el espíritu del hombre también se beneficia
cuando camina, cuando ve, cuando huele espacios verdes, aireados, propicios
para el encuentro y la conversación libres del ajetreo habitual en calles y
oficinas.