A los diez años, o muy poco antes, me
interesé en el boxeo. Ya he escrito que ese gusto nació por acompañar a mi
padre en las funciones sabatinas transmitidas por televisión desde la Arena
Coliseo, el “embudo coliseíno”, como le decían Jorge Alarcón y Antonio Andere,
para mí la dupla más destacada de relatores boxísticos que en el mundo ha
habido. Durante años y años vi box los sábados por la noche, aquel box en el
que se sentía aún la impronta del barrio, el aroma a verdadero sacrificio para
llegar al estrellato. Cada dos o tres meses, además, había alguna función
internacional y no la omitíamos. En vivo vi, por citar algunos nombres, a (el último
Púas) Olivares, Nápoles, Zárate, Zamora, Pintor, Sal Sánchez, Pipino, Limón,
Villasana, Zaragoza, Canto, Ursúa y muchos otros hasta que el “pago por evento”
arruinó todo. Durante la mejor época de Chávez, como sabemos, el gángster Don
King ya administraba de otro modo la difusión del boxeo, así que perdí algo de
interés.
Las funciones sabatinas de la Coliseo
cesaron en algún momento, no recuerdo cuándo exactamente, y con eso se fue una
etapa importante de mi afición al box. Por aquellas épocas también —hablo del
paso de los setenta a los ochenta— vi peleas internacionales de tronido, muchas
de ellas con la participación de mexicanos. Inolvidables fueron las de Pipino
(contra Hearns) y Salvador Sánchez (contra Wilfredo Gómez), ambos de gran
arrastre. Vi también, claro, funciones que no involucraban a compatriotas, como
las de Hearns-Leonard, Argüello-Pryor o Leonard-Durán, aquel vergonzoso pleito
en el que Manos de Piedra prácticamente dio la espalda, se rajó ante el
velocísimo wélter norteamericano.
Entre las peleas internacionales que no
olvido están las de Muhammad Alí, incluida la fársica contra el luchador nipón Antonio
Inoki. Lamentablemente sólo lo vi en vivo en su decadencia, con algunas lonjas, sin
la rapidez de puños, sin los quiebres de cintura ni la soltura de piernas que
lo hicieron el mejor (“el más grande”) apenas cinco años atrás. Recuerdo,
por ejemplo, sus pleitos en el amanecer de los ochenta contra Holmes y Berbick.
En ambos se veía ya pesado, lento, sin fuerza en la pegada. Conservaba, eso sí,
la pasmosa técnica de eludir mandobles con movimientos de cintura hacia atrás,
sobre todo cuando podía recargarse en las cuerdas. Aunque recibó demasiados golpes, no lo
humillaron al grado de noquearlo y dejarlo inconsciente, pero era claro que su
mejor época ya se había ido. Ese fue el Alí que vi en vivo.
Mucho antes de que Youtube tuviera todo,
en repeticiones de la misma tele pude gozar de los mejores momentos impresos por
Alí en la historia del boxeo. Dos peleas hubiera querido ver en vivo. La
primera, aquella contra Óscar Bonavena en la que Ringo le pegó un susto al inicio del combate (el argentino, por
cierto, fue uno de los pocos que, creo, le ganó a la hora de las burlas para
calentar publicitariamente la pelea); la segunda, obvio, la más importante
y acaso una de las mejores de todos los tiempos: la que ganó frente a George
Foreman en Kinsasa.
Mucho, muchísimo se ha destacado ahora su
flanco de figura pública, su rostro (por decirlo así, muy laxamente) político.
No soy de tomar en serio esas mezclas entre lo deportivo y lo otro, y es por
eso mismo que puedo gozar a Maradona sin necesidad de subrayar sus opiniones (así como disfruto a Borges sin hacer demasiado caso a las ocurrencias que de
manera intencional o forzada por la prensa hizo sobre la democracia, el periodismo, las dictaduras y etcétera).
Muhammad Alí, o Cassius Clay, como queramos, fue
un gran, un inmenso boxeador, quizá el más técnico y contundente (a la vez) que
haya pisado un cuadrilátero hasta ahora. Pedirle más atributos me parece excesivo,
pasto fácil para una interminable e innecesaria polémica.