A
lugar común ha llegado la opinión que tenemos sobre las noticias de cada día:
la mayoría trata sobre desastres, calamidades, hecatombes, cataclismos,
crímenes, delitos, política local e internacional. No parece haber rincón del
globo sin saqueos, ecocidios e inagotables derramamientos de sangre. Pero hay
de noches a noches, como la del viernes 13 que fue particularmente brutal por
los atentados en París y la resonancia mediática que inmediatamente tuvieron.
Es
imposible no sentir una mezcla de irritación, asco e impotencia al ver las
imágenes de los actos terroristas. Si la violencia es repudiable, más lo es
aquella que ataca indiscriminadamente, es decir, la que dispara o hace estallar
explosivos sin calcular la presencia de inocentes, muchos de ellos jóvenes,
niños y ancianos que simplemente están allí, ajenos por completo a los
conflictos políticos y religiosos.
No
creo ilegítima la solidaridad expuesta en las redes sociales (la más recurrente
desde el viernes es la que exhibe fotos de perfil con la bandera de Francia o
la estilización del signo “amor y paz” con la torre Eiffel), aunque parece más
movida por el efecto de shock catapultado desde los medios que por una genuina
identificación con las víctimas. Dada la importancia de Francia, país ejemplar
en muchísimos sentidos, no falta que en automático queramos manifestarle apoyo
así sea con una modesta foto de perfil en Facebook. Reitero que esa solidaridad
al país agredido es legítima y no podemos tomarla a broma.
Lo
que también me parece legítimo es reclamar iguales muestras de indignación y
solidaridad ante los hechos que no necesariamente difunden los medios
hegemónicos, como las permanentes intromisiones y agresiones cuasi (o sin
cuasi) terroristas de países como Estados Unidos en otros que en teoría son
“enemigos de la libertad”. A esos países los han golpeado por décadas, han
diezmado su población y destruido sus economías sin que la comunidad
internacional repare en su calidad de víctimas. Igualmente, los preocupados y
ya casi resignados por la violencia que no aplasta más de cerca, como la
mexicana, somos casi exclusivamente nosotros mismos. Miles de muertos en México
no han motivado una denuncia internacional en forma, y tal parece que a los
países con intereses económicos en México les importa más el gobierno mexicano
que los mexicanos. No se trata, claro, de regatear la solidaridad, sino de
hacerla congruente, más pareja, y México necesita mucha.