“En el séptimo día, dios creó los tacos, vio que estaban bien sabrosos y se echó otra orden”, pudo haber quedado escrito en el Génesis. Así de esencial me parece el taco, tanto que no me hubiera extrañado su aparición en la Biblia. Pero el taco no está allí, en el libro por antonomasia, porque es americano; y más específicamente, mesoamericano; y más todavía, mexicano. Tan mexicano es que si me apuran un poco puedo afirmar, categórico, que no hay nada más nuestro que este animal gastronómico, esta especie de alebrije para el estómago: humilde y a la vez delicioso, sencillo y a la vez sofisticado, inocente y a la vez temible por los kilos que puede añadir en nuestro organismo.
El taco, por ello, merecía algo
más que fauces al acecho: merecía un libro. Claro que era difícil escribir algo
sobre el taco, pues, como la carta robada de Edgar Allan Poe, de tan evidente
es casi invisible para nosotros. Esta laguna, sin embargo, ya ha quedado
subsanada con La tacopedia, obra
maestra de la investigación histórico-gastronómico-intestinal que le debemos a
Alejandro Escalante, experto tacólogo.
Contra lo que podríamos pensar,
no es un libro ligero ni por su contenido ni por su peso en papel. Voluminosa,
tamaño carta para que las fotos luzcan y los tacos retratados casi huelan, La tacopedia es en efecto un periplo
enciclopédico por el fascinante universo del taco, y como el taco es sinónimo
de México, este libro puede ser considerado, desde ya, epítome de mexicanidad.
Fui, lo confieso, de los que se fueron y seguramente seguirán yéndose con la finta sobre la idea en teoría
jocosona que insinúa el título. Antes de degustar sus páginas pensaba que se
trataba, claro, de una idea original con un abordaje en el que predominaría
cierto tono divertido y populachero. Tiene, por supuesto, muchas pinceladas de
tal tono, pero si consideramos su valor como documento histórico, sociológico,
antropológico y anexas, nos llevaremos la sorpresa nada ingrata de que La tacopedia nos atiende en todos estos
sentidos.
Luego del excelente preámbulo de
Jorge F. Hernández (titulado “Un pase de taquito”), La tacopedia arranca con la explicación de Escalante acerca de la
importancia del taco, de su sencillez y de su compejidad, de su ubicua residencia
en la panza de los mexicanos (“Un taco se compone , simplemente, de tortilla,
contenido y salsa: la santísima trinidad de México”). Con una prosa que avanza,
a decir del prologuista, como “quien se echa un taco”, Escalante no entra de golpe
al tema del taco en sí. Antes de eso describe con muy pertinente información la
materia prima de este producto impar, el ingrediente sin el cual los tacos no
serían posibles: el maíz.
Maravillados quedaremos, de
veras, cuando sepamos que esa ojiva con dientes fue construida como la
conocemos no por la naturaleza, sino por el ingenio de los agricultores
mesoamericanos que tras muchos siglos de paciente observación y mixtura consiguieron
mazorcas adecuadas para la ingesta de comunidades enteras. Después, otro
portento: la nixtamalización con cal viva, proceso mediante el cual a cada
grano se le anulan la cutícula y el pezón para luego hacer la masa. Ya con la
pasta lista, lo siguiente, muy bien documentado por el investigador, fue su
torteo y su colocación en el comal, y en uno o dos minutos el milagro: nace la
tortilla, la cuchara que se come, ese círculo perfecto en forma, temperatura,
tamaño (ergonómico), flexibilidad, resistencia, tenue olor y sabor no recargado.
Además, por si fueran pocas las susodichas formas de la perfección, en precio.
La tortilla fue, digamos, el
hágase la luz del taco. Sobre su grácil superficie puede caber buena parte del
universo comestible. Y es lo que sigue, la parte más amplia, en La tacopedia: los demasiados
ingredientes (minerales, animales y vegetales solos o combinados) que al
aterrizar en la tortilla transforman nuestro apetito en cosa del pasado, en necesidad
sofocada. Todos o casi todos los tacos emblemáticos del país desfilan en estas
páginas. De cerdo, de res, de pollo, de pescado, de verduras como la papa o el
aguacate, dorados, al pastor, de mil guisos barrocos, de insectos como grillos
y escamoles, de todo, incluso “primos” del taco —así los llama Escalante— como
las enchiladas, las quesadillas, las flautas, los sopes, las tlayudas, los
tlacoyos, las gorditas e incluso, parientes más lejanos, los tamales. Capítulo
aparte, obvio, tiene el toque mágico de todo taco bien nacido: las salsas, ese
satélite sin el cual la galaxia taqueril no estaría completa.
No es costumbre traer anécdotas
personales a una reseña como ésta, pero haré una pertinente excepción. Cuando
recién cayó La tacopedia en mis manos
era ya la hora de comer, y mi hambre calaba hondo. Al leer el prefacio de Jorge
F. Hernández pensé que estas palabras eran una generosa hipérbole: “Todo lector
de este libro asume el desafío de recorrer sus páginas sin la inevitable
reacción de salivar a cada párrafo”. Pensé, reitero, que se trataba de una
divertida exageración, pero a medida que me adentraba en La tacopedia ocurrió lo peor, o lo mejor, según se vea: comencé a
salivar, a sentir horrendas ganas de chingarme unos de suadero, de adobada,
dorados, de tripas, de lo que fuera con tal de mitigar el hambre que me entraba
por los ojos a cada descripción, a cada foto de este libro infernal si uno lo
agarra con el intestino despoblado. Los tacos son omnipresentes, afortunadamente, y a
la mano tenía tortillas, queso, aguacate y salsa, así que tatemé, partí,
embarré y para adentro, aplaqué de manera provisional el demonio del antojo inducido skinnereanamente por La tacopedia.
No todos, por supuesto, pero sí
muchos de los ingredientes y de los tacos que compendia Alejandro Escalante en La tacopedia están al alcance de
nuestros depredadores bigotes laguneros. Para mí, creo, el taco emblemático de
nuestros barrios y de nuestros ejidos es el dorado que manos de señora experta
elaboran en tortilla “para tacos”, más chica y delgadita; estos tacos suelen ser
servidos bajo una montaña de lechuga o repollo picados, tomate, cueritos y
remate a gol de crema líquida. Fueron algo desplazados del gusto lagunero por
los de estilo La Joya (de suadero y adobada, aunque he visto que ya le están
metiendo de buche y pella), tacos que nos llegaron del DF en los setenta y aquí
se aclimataron tan bien que ya casi todos los laguneros tenemos una taquería de
esta índole a la vuelta de la casa. No me alargo más en la autorreferencialidad
de tacófilo lagunero. Sólo añado que hace algunos años me entrevistó en
Argentina la Internacional Microcuentista y, entre otras, me hizo estas rápidas
preguntas al final de la conversación:
Un cuento: “La intrusa”.
Una película: Los olvidados.
Una canción: “Coplas del
payador perseguido” de Yupanqui.
Una frase: “Un amigo es uno
mesmo en otro pellejo”.
Tu mayor logro como
escritor: Tener la sospecha de que, pese a todo, sigo siéndolo.
Una comida: Los tacos.
Como puede apreciarse, no escondo mis veneraciones, y entre ellas está el taco en todas sus variantes. En suma, Déborah Holtz, Juan
Carlos Mena, varios fotógrafos, varios diseñadores y un recomendador de
taquerías, además de Alejandro Escalante en el eje del ataque, han hecho un
exquisito favor a nuestra cultura: colocar al taco en el pináculo que merece,
ser el password gastronómico que todo
mexicano (independientemente de su edad, sexo, condición social, ideología,
religión, pasión futbolera, profesión y demás) no puede eludir, el taco al que
dentro de un ratito le hincaremos el diente —alabado sea el maíz— en este
restaurante. Sepárenme una orden de suadero, por favor.
Comarca
Lagunera, 8, noviembre y 2015
Comentario leído en la
presentación de La tacopedia. Enciclopedia
del taco, Trilce-Conaculta-Salas de Lectura, Alejandro Escalante, México, 2012,
319 pp., celebrada el 8 de noviembre en la taquería La Joya, Torreón, en el
marco del Festival de la Palabra Enriqueta Ochoa 2015 organizado por la
Secretaría de Cultura de Coahuila y varias instituciones públicas y privadas
más. En la siguiente foto, con Alejandro Escalante.