No sé por qué siempre he creído que el boxeo es el deporte
más difícil del mundo. Será por eso, quizá, que cuando a los pugilistas les va
bien sus bolsas alcanzan a hospedar varios millones de dólares. Pero con éxito o
sin él, trepar al ring y calzar los Cleto Reyes o los Everlast es un desafío ubicado
en los extremos de la exigencia física. Yo sabía eso, o lo intuía, antes de
aceptar una incursión en tal negocio. Se dio más o menos en 1981, en la calle
donde conviví con palomilla ad hoc
desde la adolescencia hasta los veintitantos años. Durante cientos de tardes,
los amigos de la cuadra, de cuyos nombres sí puedo acordarme, organizamos cáscaras
de fut en pleno y transitado asfalto, pero a una hora sin mucho flujo vehicular
para que los partidos no se vieran tan tijereteados. No digo nada que no haya
ocurrido y siga ocurriendo en miles y miles de barrios: los partidos eran
eternos, tanto que en vacaciones podían durar desde las seis o siete de la
tarde hasta las dos de la madrugada. Jugábamos “retas”, o sea, se formaban tres
o cuatro equipos de cuatro o cinco jugadores que entraban o salían a la “cancha”
de acuerdo a los marcadores predeterminados. No había premios, no había
castigos, se jugaba sólo para quemar toda la energía que la consuetudinaria masturbación no
lograba extinguir. Caray, qué bien me siento al repensar que todas aquellas
horas invertidas en el peloteo callejero tal vez fueron las socialmente más
felices de mi juventud. En fin, no me desvío más, pues estaba hablando de boxeo.
Dije que el box me parece un deporte que está más allá de la
exigencia física y me tocó sentirlo. Cierto compañero de las picas futboleras
llegó una vez a la esquina de las reuniones con dos pares de guantes. Dijo que
se los habían prestado. Como era de esperar, varios quisieron darse un tirito y
de inmediato pactamos unos cuantos pleitos. Apenas comenzados los combates,
noté que aquello se oía espantoso, que cada madrazo tenía apariencia de ser el
último. Vi que ninguno era ducho para establecer una guardia y para soltar
golpes con elegancia, al menos con un mínimo de naturalidad televisiva. Mis
amigos usaban los guantes, pero en mucho parecían ajenos a toda la estética del
pugilismo clásico.
Así llegó mi turno. Me tocó encarar al único amigo de mi
edad exacta. Yo era, y soy todavía, más alto que él, pero el tipo era correoso.
Me pusieron los guantes y cuando al fin los tuve en mis puños sentí una terrible
incomodidad, la sospecha de que esos guantes, como en el cuento de Borges, no
iban a servir para defenderme, sino para justificar que me vapulearan. Nos
dieron la orden de empezar, levanté la guardia y mi rival hizo lo mismo. En
aquel tiempo yo jugaba futbol durante cuatro o cinco horas seguidas, sin parar,
y corría una hora diaria en el lecho seco del río Nazas, sin playera y bajo los
40 grados con sol del mediodía lagunero, a campo traviesa. Con esto quiero
decir que aquellos fueron mis años de mejor condición física. Eso no sirvió a
la hora de boxear. Di algunos golpes, me dieron otros, pero el caso es que en
menos de tres minutos, vaciados de aire, exhaustos como relojes de Dalí, los
dos hicimos el gesto de “basta, se acabó, ahí muere”.
Recuerdo que agradecí al cielo que mi rival accediera a
terminar, pues poco antes de que dejamos de tirar golpes, él me había aplicado
un gancho al plexo solar que vació todo mi oxígeno. Con un tremendo esfuerzo
actoral, fingí retirarme un poco, me quitaron los guantes mientras me dolía el
alma. Luego la atención de los demás se distrajo en otro lado y pude hacerme el
desentendido para agarrar aire y recuperar la capacidad del habla.
¿Qué pasó entonces? Pues que mi carrera en el boxeo duró
poco menos de un round, y callejero. Me quedó claro que ese asunto no me
competía y le dije adiós así, de golpe, el mismo adiós taxativo que poco a
poco, en la vida, le he dado a tantas ocupaciones para las cuales,
lamentablemente, como la pintura o la música o el alpinismo o la matemática o
la medicina o la danza o tantas más, carezco en absoluto de virtudes.
Pero bueno, no es tan grave. Salvo Leonardo da Vinci —el
milusos renacentista—, todos padecemos esa múltiple limitación, esa plural falta
de virtudes que compensamos con uno o dos talentos, si bien nos va. Supongo que
con eso basta para no sentirnos tan mal.
Posdata
Vía mail recibí esta carta. Es privada, pero creo que debo compartirla tal y como me llegó. Antonio Cruz es un hombre inteligente, generoso y sensato, además de un excelente escritor y un atento corresponsal. Bienvenidas siempre, para mí, sus palabras.
"Querido amigo:
Posdata
Vía mail recibí esta carta. Es privada, pero creo que debo compartirla tal y como me llegó. Antonio Cruz es un hombre inteligente, generoso y sensato, además de un excelente escritor y un atento corresponsal. Bienvenidas siempre, para mí, sus palabras.
"Querido amigo:
Te escribo este correo en privado porque me ha entrado
el temor de que, cuando hago un comentario en tu blog o en tu muro del
face, a algún desprevenido que no conoce de nuestra amistad y
nuestro mutuo respeto, se le dé por pensar que escribo solamente para dar rienda
suelta a mi histrionismo. Hay una segunda razón: me asombra (y a veces hasta me
asusta) las muchas coincidencias que han ido apareciendo por estos tiempos al
recordar y/o relatar nuestras historias personales.
Digo esto, porque esta mañana al abrir el face, vi tu post; como
ocurre ya casi habitualmente apenas veo algo de tu blog, rajé a visitarlo
porque quería ver que coincidencia nueva aparecía y sorprendentemente (ya no
tan sorprendentemente) leí algo que me recuerda algo (parece un juego de
palabras pero no lo es).
Se trata de lo
siguiente. Con mi padre solíamos ver por la tele (blanco y negro, por supuesto)
las peleas por títulos mundiales o argentinos o sudamericanos y antes de la
tele las escuchábamos por radio. A los dos años de instalarme en Córdoba para
mis estudios de medicina y a raíz de la pasión boxística propia de los
dieciséis años, comencé a entrenar boxeo en un club que se llamaba 'Club Las
Flores' dedicado en exclusiva al boxeo y que, supongo, llevaba ese nombre por
las flores de piñas que se ataban los boxeadores (esto último es irónico y no
deberá ser tenido en cuenta por el jurado).
El entrenador que guió mis primeros pasos me decía 'para tu peso
tenés la altura ideal y sos zurdo, por lo que te auguro un futuro venturoso en
el boxeo'. Con un metro sesenta y nueve de estatura y cincuenta y un kilos de
peso no era descabellado pensar así. La cosa es que a los dos o tres meses ya
me movía con cierta soltura, aporreaba la bolsa y hacía 'puchingbol' con cierta
destreza. Hacía sombra y me movía bien pero lo cierto era que, por un lado ya
me creía Locche y por el otro, hasta ese momento, jamás había 'tirado guantes' con nadie.
Una tarde, apareció
por el club un petisón morrudo de unos quince o dieciséis, con cara astuta y
zorruna propia de esos tipos formados en la calle; verlo, preguntarle su peso
aproximado y organizar una tiradita conmigo fue una respuesta inmediata del
entrenador que quería ver a su pupilo en combates verdaderos. Decidí probar
suerte. Nos calzaron los guantes de ocho onzas (no recuerdo bien la marca pero
creo que eran Slazenger, aunque bien podrían haber sido Sportlandia) y
comenzamos a danzar dando pequeños brincos. Le llevaba una cabeza y lo miraba
desafiante pensando por dónde le entraba, hasta que en un momento, ni siquiera
sé cómo, el tipo, que era fuerte y ladino, se metió bien abajo y me tiró
primero un gancho al hígado y, cuando retrocedí abriendo la guardia, un directo
al mentón que me mandó a la lona mientras las cuerdas, el entrenador y el
chango giraban alrededor mío y un batallón de enanos hacía tronar tambores en
mi cabeza. Allí me quedé lo que para mí fue una eternidad y comencé a
levantarme recién cuando el entrenador se acercó a preguntarme como me sentía. 'Como el culo', dije, y mientras me levantaba sacándome los guantes, supe
dos cosas: que el boxeo era un deporte demasiado rudo para mí y que mi
incipiente camino hacia la gloria acababa de concluir.
Mirá vos… otra coincidencia… mi carrera boxística duró
exactamente lo que a vos te duró… un round… un solo round… un puto y
maldito round por culpa de un pendejo que se interpuso entre yo y la fama.
Con mi mejor abrazo