Oriunda de Gálvez, Provincia
de Santa Fe, Argentina, Giselle Aronson sigue sin tregua la configuración de
una obra narrativa sólida y atractiva, espesa de sentido humano. Luego de
publicar dos libros con microficción (Cuentos para no matar y otros más
inofensivos, Macedonia Ediciones, 2011, y Poleas, Textos Intrusos, 2013) se lanzó al desafío de la novela y,
por lo que puedo notar, salió bien librada. Dos,
título de su relato, nos planta sin demagogia frente al tema del sometimiento y
la liberación de la mujer en la vida cotidiana, asunto difícil porque coloca al
autor, en este caso autora, en la peligrosa zona
del panfleto en el que unos personajes —todos los hombres— son criaturas
monstruosas, y otros —todas las mujeres— padecen inexorablemente el poder
opresivo de los machos.
Aunque esto en efecto está
cerca de la realidad o, si pasamos por alto las escasas excepciones, es la realidad, su planteo literario resulta complicado, pues si algo tiene el arte de la novela, de la buena novela, es que
elude hasta donde es posible todo maniqueísmo y nos coloca en un espacio más
ambiguo y entre personajes que, como el ser humano estándar, no son ni
totalmente santos ni totalmente demonios. Aronson es hábil en Dos para no incurrir en tal maniqueísmo:
nos cuenta, entrelazadas, dos o hasta tres historias de mujeres que ven sus
destinos obliterados por el hombre, aunque en muy distinto grado. Es aquí
entonces donde la novela adquiere densidad de vida real: la autora no quiere
que veamos a sus mujeres como víctimas estandarizadas, uniformadas por la
compasión del lector, sino como víctimas que de acuerdo a su circunstancia y su
personalidad pueden zafar (este verbo es caro en el habla coloquial argentina)
o no zafar, liberarse o quedar presas en la telaraña de poder tendida desde la dominación
machista.
Construida como un pequeño
mecano en el que zigzaguean dos planos narrativos, Dos cuenta la historia de Carmen, ama de casa y esposa de Sergio
Foglia, intendente (en México sería presidente municipal) de Río Calmo, una
pequeña ciudad de la provincia argentina donde en apariencia no debe ocurrir
gran cosa más allá del transcurso (obviamente calmo) del tiempo. En realidad,
sin que Carmen lo sepa, el lugar es un hervidero de chismes donde el chisme mayor
la tiene a ella como protagonista: su marido, el sagaz y apuesto y exitoso político
local, la engaña. Carmen no advierte, al parecer, ni los cuernos ni los
chismes, pero gradualmente avanza, por su propia experiencia en casa, hacia la
certeza radical del desamor. No se equivoca, pues Sergio, sin que veamos sus andanzas,
denota en los encuentros domésticos y maritales el interés que puede tener un
esquimal por la nieve. Aunque su mujer se afana al principio en creer que la
relación sigue en pie, lo cierto es que Sergio ya no le da bola (otra
expresión coloquial de allá) y hasta se ausenta en largos viajes de trabajo que
mucho tienen de sospechoso. La vida de Carmen —madre de dos hijos, hombre y
mujer, ya profesionistas y radicados lejos del sopor riocalmense, y esposa de
un político que no la mira y mucho menos la toca— deviene desconcierto,
aburrimiento, resentimiento y rabia, todo más o menos en este orden.
A la par, entre los capítulos
correspondientes al borrón humano que va quedando de Carmen, se cuenta la
historia de Silvia, empleada de un colegio donde trajina entre escobas y
trapeadores. Ella es esposa de Ramón, un don nadie que ni siquiera es capaz de
arrimar un peso para el gasto familiar y con quien no ha podido tener hijos. A
diferencia de Carmen, Silvia tiene arrestos para cuestionar a su pareja,
incluso para desafiarla y echarle en cara su ineptitud. Trabajadora casi
insignificante, sin letras, sin “clase”, Silvia se muestra sin embargo vivaracha,
astuta, intuitiva y, lo que no es poco significativo, económicamente
independiente de Ramón.
En el pespunteo entre las
historias vamos esperando lo que termina por ocurrir: el destino las junta, y
ambas son una misma moneda, la cara y la cruz de un agravio casi idéntico.
No creo poco relevante
mencionar un tercer personaje femenino. Contra lo que podamos pensar, Imelda,
la sirvienta eterna de la familia Foglia, aparece en el relato no como
personaje secundario, como fortuita compañía emocional de Carmen o como
instructora en el arte de cebar mates. Imelda, quien tiene sus orígenes en el
ámbito rural, es una mujer que está en el punto medio entre la sumisión atávica
de la mujer y la total independencia: tiene un marido al que casi no menciona,
ella gana su dinero, ayuda con el gasto familiar, trata de estar cerca de sus
hijos y su vida jamás parece en shock.
Esto es muy importante: un relato maniqueo —y ya dije párrafos atrás que éste
de Aronson no lo es— hubiera agarrado parejo: todas las mujeres son humilladas
y ofendidas, y no hay redención posible para ellas mientras los machos sigan
actuando como actúan. Imelda deja entrever que todavía es posible, en estos
tiempos de caos, que una mujer se encuentre al menos medianamente bien en su
relación y que sea por ello imposible el uso de tabulas rasas para declarar la
derrota total, por culpa de la barbarie masculina, de la monogamia o cualquier
relación que se le parezca.
Ahora bien, salvado el caso
de Imelda, es evidente que no son escasos los que se asemejan a la vivencia
atroz de Carmen y no menos adversa de Silvia, de ahí la identificación (la
mixtura, la dualidad) que se da entre ellas en cierto punto del relato. Es imposible
avanzar en la descripción de la trama, al menos en su cierre, sin incurrir en
la impudencia de insinuar el desenlace. No lo hago, pero sí traigo, para
terminar, unas palabras de Juan Martini, el lujoso prologuista de este libro: “Los
prejuicios del infierno grande, la solidaridad instantánea entre dos mujeres
que pertenecen a diferentes segmentos sociales y que no se conocen, la
humillación pública y privada, el rendirse ante los hechos consumados y una
especie de locura liberadora actúan con
sincronización ejemplar, para hacer de esta novela, también, un relato
al que no le tiembla el pulso cuando llega la hora de asomarse al abismo y, si
es necesario, dejarse caer”.
Como pasó con Cuentos para no matar y otros más inofensivos,
libro que a mi juicio jamás pareció primer libro, esta primera novela de
Giselle Aronson tampoco parece primera experiencia con el género y augura, esto
es lo mejor, nuevas historias de largo aliento tan eficaces, esperemos, como Dos.
Dos, Giselle
Aronson, prólogo de Juan Martini, Milena Caserola, Buenos Aires, 2014, 177 pp.