Al escribir la inverosímil historia de
este futbolista debo recordar que se le veía muchísima clase desde que tenía
cerca de diez años. O tal vez menos. En torneos diferentes, jugaba para un
equipo de su barrio y otro de la escuela ubicada también en su barrio, así que
en la semana solía despachar al menos dos partidos oficiales. Varias veces
salió campeón con sus equipos y otras tantas quedó en segundo o tercer lugar en
la gráfica de goleadores. Lo que pocos veían era lo otro, eso otro que en las
jerarquías menores no tenía monitoreo y por tanto pasaba casi inadvertido: era
el líder pasador, por mucho. Sus asistencias para gol duplicaban, al menos
duplicaban, las de su rival más cercano, de manera que ése, y no anotar, era su
fuerte.
Como todo buen pasador, como todo buen
ordenador del juego, como todo buen “arquitecto” de la ofensiva, era
inteligente, muy inteligente y sereno. En la escuela no era de los menos
adelantados, pues jamás bajó del 9. Tenía notable habilidad para las
matemáticas y quería, por eso, ser ingeniero; futbolista e ingeniero, en este
orden.
Los pasadores como él no son lo más
visible en las categorías pequeñas, así que nadie vio en su infantil destreza
que se trataba de un fenómeno. Eso se hizo más evidente en la secundaria,
cuando de niño pegó el estirón y fue a parar, apenas adolescente, en el 1,83 de
estatura. Más alto que sus compañeros, algunos pensaron que iba para defensor
central, pero erraron el augurio: la estatura no lo entorpeció. Al contrario,
al hacerse más evidente su presencia en el terreno se hizo más visible, a la
par, su desempeño: fue entonces que surgieron las primeras comparaciones. Ese
chico era una mezcla nada despreciable de Zidane con Riquelme. También altos,
aparentemente dotados sólo para el choque o el cabeceo, el francés y el
argentino habían demostrado que el tamaño no les estorbaba para jugar como artistas:
gracias a que tenían la cabeza más arriba que los demás, dominaban siempre las
situaciones del partido, casi como si realizaran un mapeo permanente. Junto con
esa elevación de la mirada, junto con esos ojos de jugador omnisciente, tenían los
pies educados para hacer arte, gambetas, túneles, sombreritos, ruletas, tacos, pases
insólitos, todo con soltura de bailarín.
Embarneció, pues, y ciertos adultos
comenzaron a seguirlo. Lo orientaron y fue a caer en la cantera del club
profesional de su tierra, al que siempre adhirió. Allí mantuvo su lucimiento
como pasador e incrementó la cuota de goles a la que estaba acostumbrado. No
pasó mucho tiempo para que lo colaran a las reservas del primer equipo, y menos
tiempo pasó para que a los 17 debutara en primera.
Todo fue que le dieran esa oportunidad
para que demostrara su función de cerebro en el equipo. Desde el primer partido
repartió pases acertados por toda la cancha, casi como un engrane que se
conecta con toda la maquinaria. Anoto varios goles, pero lo suyo eran las
asistencias. Tenía tan afinada la obsesión de pasar que algunas veces pudo
rematar y no lo hizo: su desprendimiento era absoluto, tan grande que hasta
rechazaba el tiro de penales.
No fue casual, por ello, que de alguna
forma consiguiera tres veces seguidas el campeonato de goleo. No para él,
claro, sino para su centro delantero. A él le agradaba llevarse el título de
asistencias, lanzar los pases, poner los goles en bandeja, compartir todo el
futbol que brotaba de sus empeines.
Las ofertas por su fichaje a otros equipos
comenzaron a llover. Los dueños de su carta resistieron los cañonazos hasta que
los ambiciosos clubes de la capital pusieron sobre la mesa una suma con
muchísmos ceros. Entonces su club tomó la decisión: venderlo. Los aficionados
reclamaron, pero era inevitable y todos lo sabían. Ocurrió entonces algo
insólito: el gran pasador, el gran símbolo del equipo se negó a salir.
Argumentó algunas tonterías, se disculpó con los directivos, y dijo en resumen
que él no se iba, que siempre había querido jugar aquí y que su sueldo era
suficiente —más de lo que nunca hubiera imaginado—para mantener a raya sus
necesidades. A los 23 años, explicó además que prefería el retiro antes que
firmar con otro equipo.
Los dueños de su carta le reclamaron,
trataron de convencerlo, de picarle por el lado de los lujos a los que podía
acceder si se iba. Él se sostuvo: dijo que prefería el retiro en vez de representar
a otros colores. Sin remedio, sus directivos aceptaron la decisión y lo
recontrataron. Incluso le bajaron el sueldo para ver si con eso se enojaba y
accedía a dejarse vender. No pasó nada. Él siguió jugando de lujo, siguió con
sus pases magistrales y siguió con sus nada escasos goles.
Por más de una razón justificó su apodo:
El futbolista increíble.