Como
todo mundo no sabe, fui a presentar mi más reciente libro a Saltillo el fin de
semana pasado y allí tuve la suerte de reencontrar y desayunar y conversar con
Eduardo Milán, poeta uruguayo largamente radicado en México. Ya entrados en la
charla dimos, claro, con los temas de la coyuntura y nos detuvimos un poco en
el asunto de la corrupción galopante en el país. Milán comentó, palabras más,
palabras menos, lo siguiente: “Si te fijas, es un fenómeno mundial terrible, el
rasgo más visible del neoliberalismo salvaje; esto parece alejarnos del
análisis local, pero no: simplemente es imposible examinar lo local sin pensar
que hay un enorme olla en la que se guisa todo esto”.
Sé
que es imposible no darle la razón, y para saber por qué la tiene podemos ver
un caso concreto: el del futbol. Escándalos de corrupción van y vienen en los
torneos locales de casi todo el mundo y solemos pensar que son experiencias
aisladas, que nomás a nosotros nos pasa lo que nos pasa. Pero no. Si el futbol
profesional acusa hoy una corrupción en las federaciones e incluso en ámbitos
más pequeños, como los clubes, es porque arriba todo está podrido, todo está
mediado por la voracidad económica y la corrupción.
Cierto
que la FIFA es desde siempre una máquina de hacer (o de sacar, más bien)
dólares, y que su espíritu deportivo equivale a nada si no se materializa en
ganancias contantes y sonantes y abundantes, descomunales. Pero una cosa es
ser, en esencia, una empresa, y otra convertirla en un aparato que reditúa sus
principales ganancias a tipos de pantalón largo que acaso jamás patearon un
balón y a quienes por tanto no les preocupa el deporte ni la salud social que
puede acarrear.
Tras
el escándalo de los sobornos a los funcionarios de la FIFA y tras la reelección
del capo Joseph Blatter, la megafederación ha quedado casi desnuda: ya sabíamos
que era un nido de ratas, pero ahora lo sabemos mejor, o al menos lo intuimos
mejor, lo cual ya es ganancia en un mundo caracterizado por la opacidad.
Ahora
se abre una puerta para limpiar el muladar y que la FIFA sea una empresa con un
mínimo sentido humano, equitativo y decente, no la FIFA nostra que nada debe
envidiar a las mejores mafias.
Si
la Federación con mayor número de afiliados no aprovecha esta oportunidad
(ciertamente histórica) para purgar vicios, el futbol quedará condenado a ser
lo que fue durante todo el periodo blatteresco: un instrumento de control y la
transnacional más grande, sucia y mezquina del planeta.