Creo
que los años en los que el profesor Gabino Martínez estuvo al frente del área
editorial de la Universidad Juárez del Estado de Durango fueron los
bibliográficamente más productivos de esa institución. Gracias a él tuve la
suerte de recibir muchos de los libros publicados por la UJED y leerlos,
siempre con renovado agradecimiento, conforme han ido pasando los meses. Uno de
esos libros está entre mis favoritos, pues contiene el relato del enorme
periplo de reconocimiento emprendido por Alonso de la Mota y Escobar por Nueva
Galicia, Nueva Vizcaya y Nuevo León, lo que hoy sería caminar de orilla a
orilla —del Pacífico al Golfo— el norte de México.
El
trabajo de De la Mota y Escobar es valioso en tanto testimonio directo de la
condición que guardaban las provincias en el periodo de su occidentalización.
Se trata entonces de una bitácora peculiar, sin cámaras ni micrófonos pero con palabras,
el mejor instrumento para retratar lo que asalta los sentidos. Gracias a sus
pinceladas rápidas, el religioso condensó en pocos párrafos la atmósfera de
cada sitio visitado, sus rasgos más salientes.
Uno
de esos lugares, ubicado en el descomunal territorio de la Nueva Vizcaya, es
Parras, hasta la fecha un oasis en el semidesierto. De la Mota no escatima
piropos al lugar, tanto así como no los escatimamos hoy, pues Parras sigue
siendo una burbuja geográfica para el solaz del fuereño.
Dijo
el ilustre visitante hacia mil seiscientos y tantos en su Descripción geográfica de los reinos de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya y
Nuevo León (UJED, Durango, 2010): “Está este pueblo de las Parras fundado
en un valle de los más fértiles de tierras y pastos, y más ameno y fresco de
manantiales, fuentes y ríos que hay en toda la (Nueva) Vizcaya, y así es el más
sano y el de más apacible vivienda que por aquí se sabe. Púsosele el nombre de
Parras por las muchas silvestres que de suyo produce en todo él, mayormente en
las riberas de los ríos. Está en veintisiete grados de altura y el frío de
invierno no es penoso, ni el calor del verano congojoso”.
Si
no fuera porque es un lugar que conocemos y visitamos con alguna frecuencia, un
lugar además que por su aislamiento conserva en gran medida su aire virreinal, pensaríamos
que el obispo De la Mota exageraba: “Y cuando en este Nuevo Mundo fuese
necesario plantar viñas para tener vino en cantidad, este valle sería el más a
propósito de cuántos acá se sabe”. No se equivocó: muy pocos años después este
pequeño punto del mapa novohispano se convirtió en el principal productor de
vino tanto para la relajación como para la liturgia, como lo demostró en 2003
la tesis doctoral del doctor Corona Páez.
Y
hay más, no sólo viñedos: “juntamente se dan en él todas las frutas de Castilla
grandes y hermosas y llegan a entera sazón”. Al referirse a los medios de
subsistencia de la población, señala: “juntamente con esto venden frutas de
Castilla, que tienen en sus huertas, así de árbol como de mata, porque cogen
mucho pepino, calabaza, sandía y melones, que son los mejores y más dulces que
hay en todo este reino”.
Es
apenas una somera descripción que suena menos a eso que a elogio, casi a descubrimiento
de un oasis. Si todavía hoy es asombroso salir de Torreón, pasar por La Cuchilla,
llegar a Paila, doblar a la derecha y ver, luego de tanta estepa, poco más de una
hora después, la aparición del verdor parrense, quiero imaginar que para los
hombres que avanzaban penosamente a pie o a caballo hace cuatro siglos la
llegada a Parras era una llegada inaudita, un golpe de felicidad para la
mirada, un deslumbramiento.
Lo
bueno de todo esto es que Parras, el oasis de Alonso de la Mota y Escobar,
sigue allí, esperando nuestro estrés para mitigarlo o desaparecerlo.