miércoles, junio 24, 2015

Y cada día canta mejor


















Hace justamente ochenta años murió Gardel. Su desaparición física se dio, lo sabemos, en un avionazo ocurrido en Medellín, Colombia, y desde ese momento, el 24 de junio de 1935, quedó fija en la memoria colectiva del mundo la idea de que sería el cantante insignia del tango, algo así como el arquetipo del género, una voz clásica e inconfundible. Su cuna, lo dice hasta la biografía más chafa, se la disputan Francia, Uruguay y, claro, Argentina, país donde, en el cementerio de la Chacarita, descansan sus famosos restos.

Como cualquiera que habla sobre las músicas que le son entrañables, para mí es imposible hablar sobre Gardel sin espigar algún recuerdo personal sobre el lejano momento que detonó la admiración. Es como los platillos amados, como los sabores de la infancia: no llegan a la mente sin que carguen con todo el equipaje de recuerdos. Pues bien, yo era adolescente cuando un disco de acetato, un LP, lo que quería decir long play, llegó a casa no sé cómo y lo escuché. Contenía los temas básicos del repertorio gardeliano, aquellos tangos que grabó acompañado por la guitarra casi solitaria de Guillermo Desiderio Barbieri (quien perdió la vida en el mismo accidente que el cantor) y algún pasajero violín.

Supongo que algo ocurrió cuando llegué a “Volver”, “Garufa”, “Mano a mano”, “Cuesta abajo”, “Barrio reo”, “Melodía de arrabal”, “Tomo y obligo”, “Yira yira” y alguna que otra de aquel disco. Supongo también que a falta de libros, a falta de orientación, a falta de casi todo, hallé en las extrañas letras de esas canciones un cúmulo de imágenes que dislocaba sin que yo lo supiera mi diminuta zona de confort con las palabras. No entender muchos lunfardismos y sentir de lejos el rudo aliento de algunas imágenes (“en tus muros con mi acero / yo grabé nombres que quiero…”) era entrar a un mundo distinto, ciertamente edulcorado en muchos versos, definitivamente cursi en muchos más, pero al fin con flecos literarios que desde aquel momento me obligaron a buscar sentido, a entender, casi a traducir.

Han pasado cerca de cuarenta años desde aquel remoto encuentro con Gardel, mi encuentro. A lo largo de este tiempo he vuelto una y otra vez a él como quien regresa a terreno bien conocido, y gracias a tal gusto he localizado a otros cultores del género que quizá hoy me gustan más, como el último Rubén Juárez y, ya lo confesé alguna vez, como Adriana Varela, pero la primera marca siempre le corresponderá, sin duda, a Gardel, ese Gardel que en la sentencia ya común —la frase que enuncia cualquiera fulano cuando habla sobre él— “cada día canta mejor”.

Nota. Ya escrita, enviada a Milenio Laguna y publicada me di cuenta de un error grave en esta columna. En la lista de canciones citadas de memoria incluí "Uno", el famoso tango de Discépolo. Dada la fecha de su composición (1943), era imposible que Gardel lo hubiera cantado, así que borré su mención. Mi inconsciente jugó chueco: quizá deseaba que esta gran pieza hubiera salido de la garganta gardeliana, e inventó el disparate. Una disculpa para Gardel, para Discépolo y principalmente para mis tres lectores.