Hace justamente ochenta años murió Gardel. Su desaparición física se dio, lo sabemos, en un avionazo ocurrido en Medellín, Colombia, y desde ese momento, el 24 de junio de 1935, quedó fija en la memoria colectiva del mundo la idea de que sería el cantante insignia del tango, algo así como el arquetipo del género, una voz clásica e inconfundible. Su cuna, lo dice hasta la biografía más chafa, se la disputan Francia, Uruguay y, claro, Argentina, país donde, en el cementerio de la Chacarita, descansan sus famosos restos.
Como
cualquiera que habla sobre las músicas que le son entrañables, para mí es
imposible hablar sobre Gardel sin espigar algún recuerdo personal sobre el
lejano momento que detonó la admiración. Es como los platillos amados, como los
sabores de la infancia: no llegan a la mente sin que carguen con todo el
equipaje de recuerdos. Pues bien, yo era adolescente cuando un disco de
acetato, un LP, lo que quería decir long
play, llegó a casa no sé cómo y lo escuché. Contenía los temas básicos del
repertorio gardeliano, aquellos tangos que grabó acompañado por la guitarra
casi solitaria de Guillermo Desiderio Barbieri (quien perdió la vida en el
mismo accidente que el cantor) y algún pasajero violín.
Supongo
que algo ocurrió cuando llegué a “Volver”, “Garufa”, “Mano a mano”, “Cuesta
abajo”, “Barrio reo”, “Melodía de arrabal”, “Tomo y obligo”, “Yira yira” y
alguna que otra de aquel disco. Supongo también que a falta de libros, a falta
de orientación, a falta de casi todo, hallé en las extrañas letras de esas
canciones un cúmulo de imágenes que dislocaba sin que yo lo supiera mi diminuta
zona de confort con las palabras. No entender muchos lunfardismos y sentir de
lejos el rudo aliento de algunas imágenes (“en tus muros con mi acero / yo
grabé nombres que quiero…”) era entrar a un mundo distinto, ciertamente
edulcorado en muchos versos, definitivamente cursi en muchos más, pero al fin
con flecos literarios que desde aquel momento me obligaron a buscar sentido, a
entender, casi a traducir.
Han
pasado cerca de cuarenta años desde aquel remoto encuentro con Gardel, mi
encuentro. A lo largo de este tiempo he vuelto una y otra vez a él como quien regresa
a terreno bien conocido, y gracias a tal gusto he localizado a otros cultores
del género que quizá hoy me gustan más, como el último Rubén Juárez y, ya lo
confesé alguna vez, como Adriana Varela, pero la primera marca siempre le
corresponderá, sin duda, a Gardel, ese Gardel que en la sentencia ya común —la
frase que enuncia cualquiera fulano cuando habla sobre él— “cada día canta
mejor”.
Nota. Ya escrita, enviada a Milenio Laguna y publicada me di cuenta de un error grave en esta columna. En la lista de canciones citadas de memoria incluí "Uno", el famoso tango de Discépolo. Dada la fecha de su composición (1943), era imposible que Gardel lo hubiera cantado, así que borré su mención. Mi inconsciente jugó chueco: quizá deseaba que esta gran pieza hubiera salido de la garganta gardeliana, e inventó el disparate. Una disculpa para Gardel, para Discépolo y principalmente para mis tres lectores.
Nota. Ya escrita, enviada a Milenio Laguna y publicada me di cuenta de un error grave en esta columna. En la lista de canciones citadas de memoria incluí "Uno", el famoso tango de Discépolo. Dada la fecha de su composición (1943), era imposible que Gardel lo hubiera cantado, así que borré su mención. Mi inconsciente jugó chueco: quizá deseaba que esta gran pieza hubiera salido de la garganta gardeliana, e inventó el disparate. Una disculpa para Gardel, para Discépolo y principalmente para mis tres lectores.