No es infrecuente que en las conversaciones de este tiempo salga a relucir el tema de la tecnología y la enajenación. Cualquier sobremesa, cualquier diálogo ocasional lo provoca, pues no falta que mientras avanza la charla alguno de los interlocutores saque el teléfono celular y comience a revisar su Facebook, su Twitter, su Istagram o algo parecido. Es allí donde surge la inquietud en quienes lo ven: ¿vas a estar revisando tu Facebook cuando platicamos?, le dicen. Y es entonces cuando revive el comentario acerca de la tecnología (los dispositivos electrónicos) y la adicción visible en cualquier lado, incluso cuando la gente va caminando en medio de la muchedumbre, lo que recuerda el chiste del paciente que llega con su psicóloga y le revela: “Me siento aislado, no converso con nadie y siempre estoy cabizbajo; ¿qué tengo, doctora?”. “Seguramente un celular”, le responde.
Ahora
bien, si esta enajenación es evidente en muchos adultos, en el caso de los
niños y los adolescentes es ahora casi unánime. La escena del chico metido
hasta las orejas en su celular o su tableta en una fila o en la escuela o en la
iglesia o en una sala de espera o en el camión es hoy omnipresente. La enajenación por los dispositivos con pantalla
es sobre todo, casi por antonomasia, la de los niños, y mucho se especula y se
especulará si eso hace bien o hace mal, si de esa adicción saldrán seres
humanos pensantes o atrofiados. No se sabe todavía, lo único cierto es que se
trata de una conducta inevitable, pues prácticamente ningún niño renunciará a
sus pantallas touch para engancharse
a otras formas del consumo informativo y del entretenimiento.
Una
de las conversaciones que crecen a la vera de las sobremesas es también, por lo
anterior, la de los juegos. ¿A qué juegan hoy los niños? Respondemos rápido: a
lo que bajan de internet en sus celulares y tabletas o a lo que igualmente pueden
instalar en el televisor. O sea, los niños sólo juegan hoy a las pantallas.
Esto, si uno tiene cuarenta años o más, nos lleva de paso a recordar los juegos
infantiles preinternéticos, y es entonces cuando los comensales apelan a la
nostalgia para traerlos a la charla.
Me
ha tocado estar allí, en esos diálogos, y mostrar la parte que me corresponde
de recuerdo. Uno de los comentarios que siempre hago es el de las temporadas.
Así como el año se divide en estaciones, los juegos de mi niñez y la de muchos
que tienen mi edad, poco más o poco menos, eran practicados en determinados
periodos. Por ejemplo, si las canicas eran disparadas de mayo a julio, el
trompo zumbaba de agosto a noviembre, y así los demás divertimentos.
Una
rápida ojeada a esos juegos ya extintos, heridos de muerte por las pantallas
táctiles, me permite armar este breve sumario.
Trompo. Fue mi favorito. A diferencia
de los que fabrican ahora, los de mi tiempo eran de madera, unos coloridamente
pintados, de una madera relativamente blanda, y otros más toscos, los de
mezquite, durísimos. Esos trompos eran acondicionados con un clavo mocho y
brutal en la punta, para que dañaran, pues el juego principal consistía en dar
“cancos” (golpes) a los trompos enemigos de acuerdo a una sencilla
reglamentación. Los trompos de ahora, hechos de plástico, sirven sólo para
hacer suertes de fantasía, como lanzarlos y capturarlos en la mano, de aire,
sin que pierdan su rotación.
Papalotes. También
llamadas güilas o huilas. Tenían su fecha específica:
febrero y marzo, para aprovechar los infalibles vientos que azotan por tales
meses a La Laguna. Aunque vendían unos de plástico, eran muy pesados y
elevarlos sólo era posible si uno corría soltando el hilo. Por esto eran
insuperables los de papel de china o, todavía más caseros, los de periódico. Su
elaboración era verdaderamente artesanal, y nunca dejaré de sostener que el
éxito de su vuelo se basaba en dos elementos: la cruz de carrizo y la manera de
amarrarlos. Un papalote de periódico y bien hecho podía sacar del carrete hasta
200 o 300 metros de hilo. Impresionante.
Canicas. Fui un mal
jugador de canicas, pero empeñoso. Las reglas tenían muchas variantes, pero
todas incluían la posibilidad de ganar o perder piezas según el acuerdo de los
competidores. Había expertos que pasado un tiempo acumulaban botes llenos de
canicas, todas ganadas en buena lid. De este juego recuerdo las palabras que
servían para definir a los jugadores duchos y a los inexpertos; los primeros
tiraban “de huesito”; los segundos, “de uñita”.
Yoyo. Era menos practicado, pero
recuerdo rachas fuertes de pasión por este juego. Lo impulsó sobre todo una
compañía llamada Duncan que fabricó un yoyo de plástico duro y eficaz. Con él
se podían hacer muchas suertes, y son para mí inolvidables las exhibiciones que
la empresa ofrecía con expertos que visitaban escuelas y se plantaban en
tiendas para promocionar el producto.
Bélit. Sobre este juego he escrito
detalladamente en otro espacio (“Nostalgia del
bélit"),
y creo que es el divertimento más económico que practiqué jamás. Tenía sus
reglas, divertía por horas, y sólo requería un palo de escoba vieja. Se hacían
dos trozos con el mango, uno como de doce centímetros y otro como de 35 o 40, y
eso era suficiente para alegrar la tarde, imagínense.
Estos
y otros juegos nada pueden hace frente al Xbox. La batalla está perdida y sólo
queda la memoria para vislumbrarlos.