miércoles, agosto 27, 2014

En los límites de la dictablanda















Si mi lectura no es exagerada, vivimos ya un conato de dictadura. Los radicales podrán decir que elimine la palabra “conato”, pero la dejo por reserva, sólo para que no hagamos una comparación inmediata y simétrica con las dictaduras clásicas de corte trujillista-duvalierista-pinchetista. Estas se caracterizaron, como sabemos, por anular cualquier garantía al ciudadano, por oprimirlo mediante el terror de la persecución-desaparición-muerte. En aquellos regímenes no había puntos intermedios de convivencia política: o se estaba con el poder o se estaba en la persecución. Así de simple. Tal extremismo hacía evidente la barbarie de los gobiernos, lo que de alguna manera estimulaba la presión internacional en sentido inverso: los gorilatos no gozaban de buena prensa en general, y debían ser desplazados. Al caer, las democracias aplaudían.
En México ocurrió, en cambio, que “la dictadura perfecta” o “dictablanda”, como queramos llamarla, en vez de diluirse alcanzó un grado casi algebraico de sofisticación: el largo estropicio del PRI fue interrumpido, teóricamente eliminado, en 2000, con la llegada de “la transición”. Aquello fue, hoy es obvio, un montaje más entre los muchos que la dictablanda ha configurado para maniobrar en la coyuntura. En 2000 era necesario “un cambio irreversible”, así que los ejes del poder político-económico-mediático se alienaron para representar la pantomima. Lo hicieron muy bien, pues lograron afianzar seis años más el mango del sartén.
Tras los resultados del foxato rufián, en 2006 tronó otra vez, o estuvo de nuevo a punto de tronar, la aceitada maquinaria de la simulación. Como nunca en nuestra historia, el aparato político-económico-mediático trabajó en conjunto para evitar su naufragio, y lo logró apenitas, con un porcentaje de votos que de nuevo, igual que en el 88, dejó rondando el fantasma de la ilegitimidad.
Ahora bien, mientras la usurpación de Salinas fue maquillada con golpes de efecto mediático instantáneo (recordemos la caída en desgracia de La Quina y Jonguitud Barrios) que atrajeron simpatía al justiciero atleta de Agualeguas, los tiempos de Felipe Calderón ya no eran los mismos, o al menos no lo eran para el flamante mandatario, quien de inmediato se ajuareó con chaquetas verde olivo y puso en marcha una política de aplastamiento que devino, así de fácil, genocidio, el peor que hasta la fecha tenga registrado la historia de América Latina. La presencia militar y de todas las policías para la lucha antinarco no tenía como fin el cacareado combate a la delincuencia, sino la hemiplegia de la sociedad civil, la desactivación de toda inquietud política y el control en pocas manos, sin cortapisas, del poder federal.
El resultado lo vemos ahora con toda claridad. Como si fuera algo ya natural, las fuerzas militares siguen en las calles, los retenes no han levantado campamento, la institución electoral está bajo férreo control, la ciudadanía no participa en nada ajeno a su cada vez más difícil manutención y los partidos (en teoría opositores) sólo ripostan en plan anecdótico.
Las ventajas de la dictablanda son, como lo comenta Subirats, infinitamente mayores que las de la dictadura, pues mientras saquean permiten eliminar/cambiar/añadir sobre la marcha componentes discursivos de cambio, de transformación, de rediseño futurista. Por eso Peña Nieto enuncia en sus declaraciones que los beneficios llegarán lentamente luego de las reformas, es decir, instala el feliz resultado en la lejanía, fuera de su gobierno, para que no haya posibilidad de reclamo cuando aquel futuro no cuaje. Así ha sido siempre, pero de todos modos ganó Fox, ganó Calderón, ganó EPN y seguirán ganando los mismos, en apariencia legalmente, mientras sigan encontrando dispositivos para mantener estable el régimen de simulación, la dictablanda en permanente posibilidad de endurecer.