Si
mi lectura no es exagerada, vivimos ya un conato de dictadura. Los radicales
podrán decir que elimine la palabra “conato”, pero la dejo por reserva, sólo
para que no hagamos una comparación inmediata y simétrica con las dictaduras
clásicas de corte trujillista-duvalierista-pinchetista. Estas se
caracterizaron, como sabemos, por anular cualquier garantía al ciudadano, por
oprimirlo mediante el terror de la persecución-desaparición-muerte. En aquellos
regímenes no había puntos intermedios de convivencia política: o se estaba con
el poder o se estaba en la persecución. Así de simple. Tal extremismo hacía
evidente la barbarie de los gobiernos, lo que de alguna manera estimulaba la
presión internacional en sentido inverso: los gorilatos no gozaban de buena
prensa en general, y debían ser desplazados. Al caer, las democracias aplaudían.
En
México ocurrió, en cambio, que “la dictadura perfecta” o “dictablanda”, como
queramos llamarla, en vez de diluirse alcanzó un grado casi algebraico de
sofisticación: el largo estropicio del PRI fue interrumpido, teóricamente
eliminado, en 2000, con la llegada de “la transición”. Aquello fue, hoy es
obvio, un montaje más entre los muchos que la dictablanda ha configurado para
maniobrar en la coyuntura. En 2000 era necesario “un cambio irreversible”, así
que los ejes del poder político-económico-mediático se alienaron para
representar la pantomima. Lo hicieron muy bien, pues lograron afianzar seis
años más el mango del sartén.
Tras
los resultados del foxato rufián, en 2006 tronó otra vez, o estuvo de nuevo a
punto de tronar, la aceitada maquinaria de la simulación. Como nunca en nuestra
historia, el aparato político-económico-mediático trabajó en conjunto para
evitar su naufragio, y lo logró apenitas, con un porcentaje de votos que de
nuevo, igual que en el 88, dejó rondando el fantasma de la ilegitimidad.
Ahora
bien, mientras la usurpación de Salinas fue maquillada con golpes de efecto
mediático instantáneo (recordemos la caída en desgracia de La Quina y Jonguitud
Barrios) que atrajeron simpatía al justiciero atleta de Agualeguas, los tiempos
de Felipe Calderón ya no eran los mismos, o al menos no lo eran para el
flamante mandatario, quien de inmediato se ajuareó con chaquetas verde olivo y
puso en marcha una política de aplastamiento que devino, así de fácil,
genocidio, el peor que hasta la fecha tenga registrado la historia de América
Latina. La presencia militar y de todas las policías para la lucha antinarco no
tenía como fin el cacareado combate a la delincuencia, sino la hemiplegia de la
sociedad civil, la desactivación de toda inquietud política y el control en
pocas manos, sin cortapisas, del poder federal.
El
resultado lo vemos ahora con toda claridad. Como si fuera algo ya natural, las
fuerzas militares siguen en las calles, los retenes no han levantado
campamento, la institución electoral está bajo férreo control, la ciudadanía no
participa en nada ajeno a su cada vez más difícil manutención y los partidos
(en teoría opositores) sólo ripostan en plan anecdótico.
Las
ventajas de la dictablanda son, como lo comenta Subirats, infinitamente mayores
que las de la dictadura, pues mientras saquean permiten eliminar/cambiar/añadir
sobre la marcha componentes discursivos de cambio, de transformación, de
rediseño futurista. Por eso Peña Nieto enuncia en sus declaraciones que los
beneficios llegarán lentamente luego de las reformas, es decir, instala el
feliz resultado en la lejanía, fuera de su gobierno, para que no haya
posibilidad de reclamo cuando aquel futuro no cuaje. Así ha sido siempre, pero
de todos modos ganó Fox, ganó Calderón, ganó EPN y seguirán ganando los mismos,
en apariencia legalmente, mientras sigan encontrando dispositivos para mantener
estable el régimen de simulación, la dictablanda en permanente posibilidad de
endurecer.