Por
segunda vez en cinco años vino Juan Gelman a Torreón. El autor de Gotán ofreció un espectáculo,
precisamente, de gotán y poesía, lo que a muchos nos cuadró al grado de
considerarlo una maravilla de la combinatoria artística. Oír los poemas de
Gelman en la voz del propio Gelman, oírlo acompañado por contrabajo, guitarra y
bandoneón, fue una suerte de momento hipnótico que por instantes, lo aseguro,
detuvo el tiempo en la conciencia de los espectadores. Pocas veces, o nunca,
más bien, yo había visto en La Laguna una solicitud imperativa, con aplausos,
de más poesía al final del espectáculo. ¿Un encore
para seguir oyendo poemas? Sí, así fue, los más de cuatrocientos laguneros que
allí estábamos nos levantamos de la butaquería para exigir que el poeta saliera
otra vez del camerino y nos leyera un extra, un puñadito más de versos
acompañado por el bandoneón de Rodolfo Mederos.
Yo
anticipaba algo grande, pero no tanto. Hace cinco años, en 2007, Gelman estuvo con
nosotros y leyó, sólo leyó, e igual recibimos con emoción su extrañamente
poderosa literatura. En aquella visita le organizamos una cena a la que
concurrimos como veinte laguneros y en la que pudimos dialogar en corto y hacer
fotos. Recuerdo que esa cena se debió a mi previa alarma: “¿Cómo —les dije a
muchos compañeros—, viene Gelman a Torreón y no vamos a celebrarlo como merece?
Ese hombre es candidato al Nobel”. Recuerdo que lo entrevisté en el restaurante
del hotel Marriot (nunca vacié aquel diálogo de la grabadora al papel) y, creo,
le regalé algún libro. Gelman, amable, me pidió datos domiciliarios y pocas
semanas después, en algo que ya conté, me llegó un sobre con un libro dedicado
el mismo día en el que todo mundo supo que le otorgaban el premio Cervantes. Aquella
coincidencia fue perfecta, tanto como las otras que hace dos semanas descubrí y
paso a contar.
Llegué
al teatro Martínez y pasé directamente al camerino. Gelman estaba allí,
conversaba con el poeta saltillense Miguel Gaona y con Juan Huerta, ambos de la
Secretaría de Cultura de Coahuila, organizadora de la presentación. Los saludé
y noté que el pelo canoso y más largo del poeta lo avejentaba un poco más; le recordé,
sin forzarlo a que lo recordara, nuestro breve encuentro de 2007. Hizo un gesto
amable y de golpe le disparé mi inquietud:
—Mire
lo que traigo, maestro.
—¡Mirá,
bueno!, ¿de dónde sacaste esto? —dijo.
Lo
que le mostré es Violín y otras cuestiones
(Gleizer, 1956), la primera edición de su primer libro. El poeta sonrió
incrédulo, tomó el ejemplar y lo hojeó sin dejar de hablar bajito, un poco
desconcertado por la sorpresa.
—Hace
tanto… —agregó—, no puedo creerlo.
—Pues
sí, ojalá pueda dedicármelo —pedí.
Mientras
tomaba asiento para escribir sobre la primera página del libro, le comenté
rápido la coincidencia del libro que me envió desde el DF y llegó a Torreón
exactamente el día en el que los periódicos anunciaban su premio Cervantes. Le
dije que ahora yo había notado otras coincidencias: que el libro que me mandó
aquella vez era Carta a mi madre, y
que él, Gelman, nació en 1930, justo el mismo año que nació mi madre, y que si publicó
Violín y otras cuestiones en 1956, él
tenía entonces 26 años, justo la edad que yo tenía cuando publiqué mi primer
libro. Gelman oía esto mientras escribía la dedicatoria. Como remate, le dije
que me agradaban esas coincidencias. Levantó entonces la cabeza, me dio el libro,
me devolvió la pluma y dijo con su tono de porteño ya cansado:
—Bueno,
nada es gratuito, todo es lo que es por algo.
Tres
minutos después, Gelman pasó al escenario y nos emocionó con sus versos.