Es
una mera percepción, pero tal vez ustedes la comparten: dialogue con cualquier
familiar, amigo, compañero de trabajo o hijo de vecino ocasional, saque el tema
de los gastos habituales y tal vez comprobará lo que califico, en mi caso, de
“mera percepción”: que todos andan a gritos y sombrerazos. Los economistas lo
explican bien, pero necesariamente, por exigencias de su instrumental teórico,
deben apelar a tecnicismos que la raza de bronce no alcanza a comprender. ¿Qué
es lo que sí comprende, entonces? La respuesta a esta pregunta la encontramos
incluso sin querer en cualquier charla: apenas conversamos sobre los gastos
quincenales y de inmediato salen a relucir los faltantes, las estrecheces, las
deudas, todo aquello que nos tiene arrinconados y contra las cuerdas. El
deterioro del poder adquisitivo ha llegado a tal extremo que en general (revise
cada quien su caso) el sueldo de quince días no alcanza ni para una semana, de
suerte que la vida es hoy un permanente zozobrar en el sentido náutico de la palabra:
“Dicho de una embarcación: Peligrar por la fuerza y contraste de los vientos”.
Ante
la pérdida galopante de bienestar lo lógico es pensar en dos reacciones: el
enojo, que se da y queda de manifiesto en las susodichas charlas y, por
supuesto, en las redes sociales. Todo es, por ejemplo, que lleguemos al
gasolinazo nuestro de cada mes para que cundan por el país millones de mentadas
de madre tuiteras y feisbuqueras contra Peña Nieto. E igual con las reformas, e
igual con todo lo que el ciudadano percibe como puñalada trapera a la economía
doméstica. La otra reacción, consecuencia obvia del enojo, sería la búsqueda de
un cambio. ¿Qué debo hacer para que mi economía no se venga a pique, para que
no “zozobre” como el barquito ya mencionado? Pues chambear más, bajarle al
gasto, racionar el pan, buscar nuevas entraditas (“rebusques”, como dicen los
argentinos) y si se tienen picardía y pocos escrúpulos, chingar al que se deje.
La
lista de acciones a seguir para emigrar del hoyo es previsiblemente individualista.
Quizá incluya a la pareja, o al amigo que anda en las mismas y quiere
convertirse en socio, o al hermano que puede echar la mano en algún jale, o a
la divina providencia que en teoría nunca nos deja solos, pero al final de
cuentas es la lucha de un hombre contra el mundo, una iniciativa que en ningún
momento piensa en lo verdaderamente colectivo, en la participación de muchos
que atraviesan la misma mala circunstancia y desean revertirla.
El
sistema de alarma social está inevitablemente encendido. La irritación real,
aunque dispersa, de las redes sociales nos habla de verdaderas legiones, por
ejemplo, de antipeñanietistas, pero el foco rojo y las sirenas no convocan a
nadie. La pregunta aquí es también lógica: ¿por qué? La respuesta, como
cualquier respuesta a un fenómeno social, es compleja, pero sin duda pasa por
el desprestigio inducido de todo lo político.
No
sé cuándo, no sé cómo, pero el poder en México fue descubriendo, hasta
dominarlo con maestría, que la mejor política para mantenerse en pie y seguir
medrando era desprestigiándose a sí misma, tanto que hoy todos los políticos
son, en el imaginario nacional, una mierda; todos los partidos, nidos de
pránganas; todos el aparato electoral, un armatoste sin credibilidad, lo cual
no está muy lejos de ser cierto, pero no al grado de que incurramos en
generalizaciones desactivadoras.
Más
que nunca se da hoy la vieja paradoja: no hacer ninguna política es hacer mucha
política. La parálisis es pues la contracara de la hegemonía a la que estamos
sometidos por quienes sí hacen, así sea nauseabunda, mucha política.