Hasta 2004 yo pensaba que la
interpretación del tango era un coto exclusivo para hombres. Los cantantes
cercanos a mi oído eran, todos, sujetos engominados, elegantes, de voz grave o
algo abaritonada. Carlos Gardel, Julio Sosa, Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche,
Argentino Ledesma, Rubén Juárez y otros eran sin remedio mis tangueros de
cabecera, pues la voz de las mujeres en este género siempre me pareció
incómoda, demasiado tipluda en casi todos los casos, incluso en los más
rescatables, como los de Susana Rinaldi y Eladia Blázquez.
Me suprimí entonces el tango
expresado por mujeres; lo hice sin tragedia, sin sentir siquiera que se trataba
de una pérdida, pues, ya dije, esto debía ser cantado con una sonoridad ajena
para mí al aflautamiento de jilguerillo cuyo mayor desastre fue perpetrado por
doña Libertad Lamarque. Pero no se piense que sólo excluí mujeres; también hay
voces de hombre demasiado agudas (como la de Agustín Irusta) y las puse al
margen sin contemplaciones.
Así pasé muchos años. Mi
convivencia con el tango tuvo su origen, creo, cerca de 1980, de manera que
pasaron como 25 años para llegar a la tanguera que no sólo logró gustarme, sino
que desplazó a punta de magníficas y extrañas interpretaciones a todos mis
favoritos masculinos. Ella fue, es, Adriana Varela, la Gata, cantante que
descubrí en 2005 gracias a un regalo. Me lo hizo David Lagmanovich, escritor
argentino radicado en Tucumán; con él tuve una amistad que duró diez años, de
1999 hasta su muerte, ocurrida en 2010.
David, erudito total, supo
de mi gusto por el tango y mandó a Torreón tres discos desde su país. Algo de
Troilo, algo de Piazzolla y uno que vi al principio con escepticismo: el cidí
donde la Gata Varela canta doce temas de Cadícamo con el apoyo musical de Litto
Nebbia. Debo insistir en mi duda inicial: ¿qué podía contener ese disco que
sirviera para conmoverme aunque fuera un poco? Nada, seguramente. Pero fue ésa,
creo, una de mis más gratas equivocaciones prejuiciosas, pues lo que hallé en
el disco fue un campanazo que sin miramientos hizo polvo todo mi gusto anterior
en materia tanguística. Varela logró tanto que durante algunos años su voz, su
peculiar voz, fue para mí el Tango con mayúscula, esto al grado de que luego ya
no hubo macho que la igualara, ni uno.
Aunque erizadas de lunfardo,
aprendí las letras de Cadícamo gracias a que Varela las cantaba con un toque
mágico en aquel espléndido compacto. Su voz rasposa, entre dolorida y
retadora y nasal, me llevó a sentir el tango de otra forma, a vivirlo como una emoción
íntima y desgarrada. Ni Gardel había logrado eso en mi alma, así que poco a
poco fui descubriendo nuevas canciones de Varela, como todas las del disco Encaje,
que años después compré en Buenos Aires.
Luego internet me ha ayudado
a conocerla mejor, a saber que fue descubierta por el Polaco Goyeneche y que el
hombre de la garganta con arena marcó el acento áspero de las interpretaciones
que algunos critican a la Gata. Sé que ella provenía del rock, y que casi por
accidente llegó al tango para que muy poco después el Polaco la pusiera en el
camino; ella sería «su sucesora».
Sé también que en la
Argentina hay opiniones encontradas sobre Varela. Unos la adoran, otros la
aborrecen. Para mí gusto es la mejor intérprete de algunas piezas como “Tango
de lengue”, “Cumplido”, “Garganta con arena”, “La hermana de la Coneja” y
otras. Y bueno, qué más puedo decir si ella canta como nadie “Los mareados”, el
tango que más me cuadra. Nomás por eso la coloco en una vitrina. En ese nicho
está sola, mujer, tanguera y, creo, victoriosa sobre una legión de hombres.