Eduardo Sacheri (Buenos
Aires, 1967) es una especie de Messi de la literatura sobre futbol. Otros han
dicho que es una especie de Maradona, aunque también puede ser equiparado a
Riquelme o algo así. El caso es que se trata de un crack, para mí el más raro
crack que haya producido la literatura futbolera de América Latina. Veamos por
qué digo esto.
Se sabe que el trampolín que
lo resorteó a la fama fue el programa de radio “Todo con afecto”, conducido por
Alejandro Apo, quien leía al aire cuentos varios sobre futbol. Sacheri le envió
uno a mediados de los noventa y fue tal la conmoción de Apo y sus oyentes que
la cosa ya no pudo detenerse. Uno tras otro, los cuentos de Sacheri fueron
desfilando en la voz del locutor radial y el público no daba crédito a lo que
escuchaba; historias perfectamente armadas, tensas, diálogos con sabor a calle
y atmósferas envolventes, todo acompañado por el ingrediente del futbol. El
talento de Sacheri logró poner las preocupaciones futboleras en un registro tan
cercano a la vida cotidiana que sus oyentes, al principio, no sabían qué era lo
más importante en esos relatos: si el drama de los personajes o el futbol como
asunto propiciatorio.
El caso es que Sacheri, como
buen crack novato, pasó de ser leído en una cabina de radio a ser devorado, de
golpe, por cientos de lectores, ya que fue fichado por editorial Galerna.
Publicó Esperándolo a Tito (2001), Te conozco, Mendizábal (2001), Lo raro empezó después; cuentos de fútbol y
otros relatos (2004), Un viejo que se
pone de pie y otros cuentos (2007). En 2006, además, publicó la novela La pregunta de sus ojos, que poco tiempo
después fue adaptada con su colaboración al cine (como El secreto de sus ojos) y ganó, nada más, el Oscar a la mejor
película extranjera en 2010.
Lo que comenzó anecdótica,
informalmente, como el caso de un radioescucha que se anima a mandar textos a
un programa, terminó por convertirse en una historia increíble: Eduardo Sacheri
ahora publica en Alfaguara (ya no en Galerna, cuyas ediciones son lindas, pero
anticuadas y con el mal hábito de deshojarse). Desde Castelar, al oeste de la
Capital Federal, Sacheri sigue produciendo historias y aunque todos sus lectores
piden, casi exigen, que siempre haya futbol sobre la página, Sacheri se las ha ingeniado
para omitirlo y escribir también literatura sin porterías, zancadillas ni
balonazos.
Al margen de su mejor libro (la
novela que lo llevó al Óscar y es un portento de relato), los libros de cuentos
de Sacheri son su mayor fortaleza. Lo
raro empezó después, por ejemplo, contiene al menos cinco historias que sin
titubeo podrían ingresar a cualquier antología no sólo del subgénero
“literatura futbolera”, sino de cuento a secas. El relato que le da título al libro,
“Un verano italiano”, “El retorno de Vargas”, “Por Achával nadie daba dos
mangos” y “Segovia y el quinto gol” ejemplifican, digámoslo así, “el mundo
narrativo Sacheri”. ¿Y qué hay en ese mundo? Reitero: siempre un conflicto
individual o colectivo vinculado lejana o visceralmente al futbol, lo que
tratado por este autor nos lleva a ver el entretejido de la vida con todas sus
pequeñas grandezas y sus pequeñas miserias, como opera de verdad en barrios y
pueblitos casi extraviados en el mapa del mundo.
Cualquier historia, sin
embargo, puede ser imaginada por cualquier cabeza, o simplemente experimentada
en la vida real. Lo más difícil, pues, no es tener qué contar, pues la
imaginación y la realidad son fragua infatigable de asuntos. El problema de la
literatura está en otro lugar, creo: en el tratamiento. Con su prosa dúctil,
sutilmente risueña, dulce y agria a la par, Sacheri seduce más allá de lo
contado, por eso da casi los mismo cuando añade el aderezo del futbol o cuando
no, pues somos guiados por la mano de un prosista que sabe tocar bien todas las
teclas más allá del tema.
Lo leí en 2004 por primera
vez, cuando compré Esperándolo a Tito
en la edición de Galerna ya citada. Supe de golpe, como Alejandro Apo y muchos
más, que estaba ante un fenómeno, un crack de esos que corren y tocan el balón
como si estuvieran jugando en el cielo. Un Bochini, para que me entiendan
mejor.