Hay
una maniobra que frecuentemente encaramos los choferes de coches o transportes
de motor: se trata del esguince, a derecha o izquierda, en el momento en el que
un ciclista avanza a nuestro lado, o quizá un poco atrás o un poco adelante. Sé
que todos dudamos en ese momento: apurar el paso y ganarle la vuelta o esperar
a que pase y entonces doblar. En ese
instante veo, como en ningún otro, la diferencia entre la agresividad del
vehículo motorizado y la indefensión de la bici, casi como si allí se condensara
toda la ventaja y la desventaja de los unos y los otros, respectivamente, a lo
largo y a lo ancho de las calles.
Aunque
no me crean, en ese fugaz trance soy de los que esperan a que pasen los
ciclistas. Lo hago en cualquier momento, tenga o no prisa por llegar a mi
destino. La razón es simple y pasa por el más elemental uso de la lógica: ¿qué
peligro implica para mí un hombre sobre dos ruedas mientras yo deambulo en
cuatro? Ninguno. ¿Y lo contrario? Mucho, poner en alto riesgo su vida.
He
visto, sin embargo, que no es lo común, ni en ese ni en otros casos, todos
desventajosos para el usuario de la bici: los conductores de coches y demás le
conferimos un lugar apenas visible a los ciclistas, los consideramos invasores
en nuestros territorios asfaltados, una incomodidad que debemos tolerar desde
nuestra burbuja metálica.
Como
muchísimas más, esta injusticia es parte de nuestro paisaje urbano. Las
ciudades han sido diseñadas para el tránsito vertiginoso, no para avanzarlas en
bici y menos caminando. Sé, por ejemplo, que hay urbes en Estados Unidos —el
modelo al que deseamos imitar, aunque siempre con poca fortuna— que ya
abolieron los espacios que no son para los coches: las distancias son tan
grandes que no tiene caso pensar en aceras o acotamientos, pues sólo unos
cuantos locos o desposeídos los andarían a pie o en bici.
La
emergencia del ciclismo como práctica recreativa no lejana de un cierto
activismo en pro del medio ambiente y la búsqueda de convivencia social en
espacios públicos es una de las mejores noticias laguneras de los años
recientes. Si otras ciudades endiabladamente emproblemadas con la contaminación
y el estrés, como el DF, lo vienen haciendo desde hace algunos años, en La
Laguna no era necesario esperar el caos para que la bici comenzara a ganar
terreno en la ciudad. Y ya lo estamos viendo, y sé que si esa práctica continúa
se asentará un beneficio con repercusiones sociales múltiples, no sólo el
mejoramiento de la cultura vial.
Cierto
que es en muchos casos una actividad recreativa semanal, un paseo colectivo con
una cauda, por suerte, cada vez mayor. Uno de los beneficios que podemos
vislumbrar tras el éxito de esta fiesta en movimiento está en la gradual y a
veces no tan sutil exigencia a la autoridad para que en el futuro contemple dos
políticas: la consideración de acotamientos y rutas precisas en la ciudad, y la
construcción de espacios para el ciclismo deportivo. Dicho de otra forma, del
ciclismo recreativo se puede pasar al ciclismo por necesidad laboral (como el
que practican muchísimos obreros y demás trabajadores) y el ciclismo con
aspiraciones de competencia. No es poco, entonces, lo que podría derivarse de
los multitudinarios paseos semanales.
En
el plano personal, por una extraña razón (razón que espero no sea la flojera o
algo aproximado) he pospuesto mi inserción sistemática al mundo de la bici.
Compré una hace pocos años, pero creo que, por supino desconocimiento, la elegí
mal y me resultó traumático andar en ella. La arrumbé, es verdad, pero nunca en
meses he dejado de sentir el llamado de sus ruedas. Quizá con un arreglo pueda
ser lo que deseo y entonces sí sumar mis pedaleos a los de muchos que hoy hacen
su aporte para que La Laguna sea un pueblo orgullosamente bicicletero.