Inolvidable
aquel hombre ilusionado que me compartió la inquietud de publicar un libro de
su cosecha. Me mostró el obeso engargolado que en la primera página ostentaba
el registro ante Derechos de Autor. Luego, en la segunda cuartilla, el
voluminoso monstruo de palabras ofrecía su título: Antología de mis poemas, y el dibujo de una flor, un tintero y una espectacular
plumota de ganso. No era necesaria más información para saber de qué iba el
asunto, pero atreví algunas tímidas y educadas preguntas.
—¿Quién
armó la antología?
—Yo
mismo, señor.
—¿Usted
mismo?
—Sí,
fue muy sencillo.
—¿Cómo
lo hizo?
—Junté
mis poesías y las convertí en una antología.
—¿Ha
publicado algo antes?
—No,
esta antología será mi primer libro.
—¿Entonces
usted mismo seleccionó sus poemas?
—Sí.
—¿Y
qué criterio usó para escoger los mejores?
—¿Cómo
que los mejores? No usé ningún criterio. Los metí todos. Todos me gustan.
—Bien,
bien…
No
recuerdo qué alardes de prudencia usé para articular una explicación que sonara
convincente acerca del arte de antologar. De entrada, le dije que la palabra
“antología” no cuadraba con su proyecto. Que lo mejor era ponerle simplemente
un título (Mis poemas, Sentimientos,
Instantes poéticos, el que fuera), pues la noción de “antología” (o
“muestra” o “selección”) encerraba la idea de que tomamos una parte de un todo,
y lo que él había preparado era un “todo” tal cual, pues no había excluido
nada. Mi explicación fue inútil, y se defendió.
—Bueno,
sí dejé fuera algunas poesías, las primeras. No me gustaron, además de que las
dediqué a una mujer con la que ya no ando.
—Pero
es casi lo mismo, pues otro sobrentendido de toda antología es que trabaja
sobre material ya difundido del que alguien, no el autor, escoge lo que a su
juicio es “mejor” o más “representativo” de un escritor, de una generación, de
un país, de un tema, de un género, de un conjunto equis.
Fue
inútil; siguió la autodefensa:
—Bueno,
yo no he publicado, pero creo tener el criterio suficiente para saber qué es lo
mejor que he escrito. Si no fuera así, ni siquiera lo hubiera incluido en mi
libro. Además, no confío en nadie para elaborar mi antología. ¿Y si el fulano
selecciona las poesías que menos me gustan? ¿Eh?
A
esas alturas ya me había dado plena cuenta de que estaba ante un nuevo género
literario: la autoantología total, aquélla que elabora uno mismo con un
procedimiento que hace imposible cometer injusticias, pues integra todo el
material habido y por haber, sin discrimen alguno, con una implacable manga
ancha. Pensé por ejemplo en una antología de Alfonso Reyes armada con este
método: saldría un extraño libro de 25 o 30 mil páginas, poco más o poco menos.
Recordé
la anécdota porque en estos días vengo trabajando en la antología de un poeta.
Escogeré sus (a mi parecer) mejores poemas y escribiré la presentación de
rigor. También lucharé para que el libro no lleve la palabra “antología” en el
título, ni siquiera en el subtítulo, aunque eso no dependerá de mí, sino de la
institución que me encargó la chamba. Confío en ganar. Antes de que termine el
año lo sabré.