Hoy me aventé unos cacahuatitos tan horriblemente enchilados
que me recordaron dos anécdotas. Las cuento.
Durante muchos años me reuní en Torreón con un grupo de
amigos escritores. Me refiero, algunos quizá lo saben, a Saúl Rosales, Gilberto
Prado, Gerardo García y otros que por fortuna siguen siendo mis cuates. El día
habitual de los encuentros era el sábado, y todo comenzaba desde las cinco de
la tarde hasta la medianoche. Dado que esa dinámica duró entre cinco y siete
años —poco más o menos, como lo digo en mi prólogo a
la segunda edición de Botella al mar, libro que como grupo publicamos
hacia 1990—, conservo escritos o todavía en la memoria varios de los momentos
que salpicaron tantos sábados.
Nos reuníamos y por supuesto siempre hacíamos la lucha para
que no faltara una buena dotación de cerveza, botana, cigarros y algo de cena
un tanto más consistente, como hamburguesas o tacos. Teníamos una población
estable en ese grupo, pero reunión tras reunión alguien convidaba a lo que
luego definimos como “población flotante”, conformada por conocidos que
sólo asistían a una o a dos o a tres reuniones, lo que dependía de su
tolerancia al aburrimiento literario. En una de las sesiones alguien convidó a
un sujeto que llegó con una pequeña bolsa. Dijo, lo recuerdo, que eran
“jamoncillos”, o sea, dulces de leche cortados en cuadritos. A nadie le
interesaba comer golosinas, pero bueno, el tipo llevó eso y a media reunión lo
colocó en un platito. Pasó un rato antes de que otro de los esporádicos
invitados estirara la mano, tomara un delicioso jamoncillo y se lo llevara a la
boca así, de golpe, como si se arrojara una aceituna. Alcanzó a darle dos
masticadas y lo escupió de inmediato. Todos quedamos sorprendidos por el
exabrupto, mientras el invitado que llevó los "dulces" soltó una
carcajada intrigante. Se trataba de una broma: los jamoncillos eran en realidad
trocitos de jabón del llamado “cortadura”, como el de la epifánica marca “Jabón
Zote” que sirve para lavar ropa. Al recibir la explicación ahogada en risa, la
víctima se limpiaba la lengua con el envés de la mano y seguía escupiendo. Fue
inevitable la risa de los demás, hasta que el devorador de jamoncillos dijo
esta frase en injusto plural:
—¡Hijos de puta!
Pensé que iba a ser la única anécdota relacionada con comida
al interior del grupo literario, pero no. Unos años después, otro sábado
cualquiera y en casa de Gilberto Prado Galán, nos reunimos como siempre. Todos
solíamos llegar uno tras otro, de suerte que pasado un tiempo luego de la hora
acordada ya estaba en pleno toda la concurrencia esperada. Pues bien, no
recuerdo quién llegó con una bolsa de frituras marca Sabritas. Apenas entró,
nos dijo que las había comprado a un señor que vendía bromas para fiestas. Las
papitas, por tanto, contenían lajas de papa, pero entera y extraoficialmente
cubiertas por un polvo de chile criminal, del más picoso, como piquín molido.
Eran papas, pero tenían un color parecido al de los Cheetos, ojetísimo. Nuestro
amigo nos aclaró que esas papas eran intragables y las pondría en la mesa cuando
llegara el último de los comensales, un poeta que demoró en integrarse al
convivio. Poco tiempo después, el poeta llegó, tomó una cerveza y se sumó a la
conversación, pero advirtió que sólo podría acompañarnos media hora. Luego,
como si no pasara nada, el malévolo comprador de las papas abrió la bolsita
delante de todos y vació el contenido en un plato que colocó encima de la
pequeña mesa rodeada de sillones. Entonces fue cuando vimos aquellas frituras
amenazantes, aunque seguimos conversando desenfadadamente, como si nada. Nadie
hizo el menor intento por alcanzar una papa y probarla, pues esperábamos que el
poeta tomara tal iniciativa. Eso ocurrió poco después. Se inclinó hacia la
mesa, tomó una papita y la llevó a su boca. Comenzó a masticarla y de reojo
vimos que hizo un gesto raro, le dio un trago a su cerveza y se la pasó. Sin
decir nada, comenzó a sudar y a producir los resoplidos típicos del enchilado.
Pensamos que iba a decir algo, a estallar, cuando menos a opinar sobre esa cosa
horrible que había transitado por su paladar, pero no, no dijo ni maldito pío.
Al contrario, tomó otra papa y repitió la ingesta. Bebió de nuevo su cerveza y
resopló. Los demás no sabíamos si seguir callados o explotar de risa, pero al
final optamos por lo primero. Mientras seguíamos fingiendo una amena charla
literaria, el poeta siguió con el trámite hasta que, martirizado y todo, acabó
con las papas. Luego, con soplidos para adentro y para afuera se disculpó y
comenzó el ritual de su despedida. Apenas salió, comenzamos a reír y a
conversar sobre el fenómeno. Las abominables papas no pudieron contra el poeta,
concluimos, un poeta cuya lengua resultó más poderosa que cualquier chile
proveniente del infierno.