Siempre me alcanzan ciertas
frases leídas hace añales. Algunas son recurrentes, vuelven a propósito de lo
que sea, como los versos de la “Suave Patria” o varias afirmaciones
sentenciosas del Quijote. Igual me reaparecen Rulfo, Carpentier, Quevedo, Neruda, Reyes, no se diga Borges y algún otro.
En todos los casos me refiero a esas frases que parecen haber nacido para ser
inmortales, pues contienen una fuerza indescriptible, algo que las convierte en
proyectiles fulminantes. De García Márquez siempre me regresa la seca y
terrible frase de la abuela que condena a la cándida Eréndira luego del
descuido que derivó en el incendio de la casa
“—Mi pobre niña —suspiró—. No
te alcanzará la vida para pagarme este percance”.
Todo lo malo está allí, en
ese puñado de palabras aplicable a tantas desdichas individuales y
colectivas, a tantas condenas injustas, increíbles y tristes.