sábado, octubre 10, 2009

La importancia de llamarse Hugh



Leo de pasadita una nota sobre Hugh Hefner y no puedo resistir la tentación de sentir injusta lástima por él. Digo injusta porque nadie en sus cabales sentiría lástima, se supone, por el capo de todos los capos en materia de compañía femenina, nada menos que el creador del emporio Playboy, un sujeto que tiene a sus pies un megamercado de carne calidad delicatessen. Pues sí, siento un poco de lástima, qué le puedo hacer. El asunto no está para llorar, por supuesto, y a Hefner seguramente le importa un pepinillo de McDonalds lo que opinen los seres humanos e incluso los extraterrestres de sus encuentros sexosos de la tercera edad, pero la nota sobre sus andanzas recientes da con tranquilidad para una columna juguetona, de sábado rascaombligo.
Cuando pienso en el imperio de Hefner acude sin remedio a mi cabeza un verso de Joaquín Sabina, aquel que ubica entre sus largas enumeraciones en “El pirata cojo” (cojo, rengo, del verbo cojear, no de otro verbo), tema que sin duda quintaesencia la mentalidad un tanto importapuraverguista de la lírica posmo. Recordemos que, en esa canción, Sabina enlista las profesiones u oficios que hubiera querido abrazar. Entre otros, recuerdo que desea ser “boxeador en Detroit”, “gitanito en Jerez”, “tabernero en Dublín”. Aunque algunos versos rompen la secuencia con imágenes más poéticas, la mayoría establece el paralelismo entre un oficio y un lugar en el que definitivamente se ha fijado el estereotipo para la práctica de cierta actividad, por ejemplo, “pintor en Montparnasse”. Es allí donde figura el verso que me llega cuando leo algo sobre Hefner: “fotógrafo en Playboy”. Sabina ha logrado amarrar en tres palabras el lazo entre la “revista para caballeros” (así les dicen, aunque la mayoría de los “lectores” sea, seamos, puros barbajanes) y el envidiable oficio que presupone, el de fotógrafo.
En efecto, ser fotógrafo en Playboy fue sinónimo para muchos de mi cuarentona generación —y acaso para la cincuentona y sesentona y hasta setentona— de profesión envidiable. En los añejos tiempos de tejido de chambritas con alguna inspiratriz de magazín en technicolor, no creo que alguno de aquellos adolescentes que fuimos no soñara con ser fotógrafo de la revista fundada por el hoy vetusto magnate de la industria cárnica. Allí radicaba el encanto, el misterio de la publicación que todavía, ya casi a rastras, capitanea: lograba hacernos creer que nosotros, espinilludos adolescentes de alebrestadísimas hormonas, éramos el fotógrafo. Cuando, en algunas ocasiones, salía una imagen de Hefner, envidiábamos a ese caradura con facha de marinero en plenitud de facultades. Lo envidiábamos porque manejaba un arsenal de conejitas y de fotógrafos, de escritores, de periodistas. Hoy, el otrora joven y apuesto marinero, el galán que seleccionaba lo mejor de lo mejor en el contexto de la belleza mundial, se ha convertido casi literalmente en un Popeye con todo y la ridícula gorrita de jubilado gringo vacacionando en Aruba.
Pero eso no ha sido suficiente para el osado Hefner. La nota que acabo de leer explica que, además del papelazo que ya de por sí hace en un programa de televisión donde sale con sus “novias-nietas”, el infatigable rucailo planea hacer una obra de teatro sobre su vida, más precisamente un “musical”, esa suerte de representación escénico-coral de estilo Broadway que (a mí) suele dar(me) ñáñaras de tan espantoso que es ver a José el Soñador o Anita la Huerfanita. Y sí, Hefner quiere eso, que su agitada existencia sea contada en un espectáculo de luces y sonido, con un ejército de conejitas deambulando en el escenario tal y como dios las trajo al inmundo, sólo que con algunos años más. Si la obra cubre toda la vida del maese Hugh, fácil es conjeturar que llegará hasta la época actual. La pregunta que surge de inmediato es quién hará el papel del Hugh octogenario. Ya sé: el mismo Hefner. Que sea él quien se presente frente al público flanqueado por sus novias-nietas. Sólo suplico que nos haga un favor: que no se quite la gorrita de Pepeye, el signo inequívoco de que todo playboy pasado fue mejor.