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miércoles, febrero 27, 2013

sábado, enero 09, 2010

Sexygenaria desnuda



Además de valentía, son necesarios un buen cirujano, un buen fotógrafo y un buen corrector de imágenes en Photoshop para animarse a posar desnuda con sesenta abriles sobre la piel. No sé cuántos tenía Mamacita (perdón, Margarita) Gralia cuando permitió que la lente atrapara su todavía muy apreciable y otoñal belleza para regocijo de los fieles suscriptores al Playboy México, o cuántos alcanzaba Sharon Stone cuando permitió que Paris Match la sacara semi, sólo semi, desunu(uuuuhhhh)da, pero lo que ha hecho la modelo Patricia Paay es digno de asombro: a los sesenta años aceptó una sesión de fotos para la revista del conejito alborotado. Esto la acredita como la chica (que de chica tiene ya poco) de mayor edad incluida como-dios-la-trajo-al-mundo en las páginas de tan famosa publicación.
Según la Wiki, Paay nació el 7 de abril de 1949 en Rotterdam, y se dedica al canto y al modelaje. Es en Holanda donde ha destacado en la música popular, esto durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta. Su voz, a parecer no tan despreciable, ha servido para hacer comerciales (o jingles, que así llaman en publicidad a los anuncios cantados); ella es jurado del programa Holland’s Got Talent, la versión holandesa de la emisión donde triunfó Susan Boyle. Sin embargo, apenas en estas semanas Paay ha tocado las crestas de la celebridad mundial gracias a que admitió una oferta para salir en Playboy enseñando lo que se puede enseñar en Playboy: los encantos cuando se tienen, lo que suponemos sí ocurre en el caso de Paay, dada la exigente pupila de Hefner y su riguroso equipo de colaboradores.
La modelo no podía escapar al lugar común, pues aseguró que las fotografías eran artísticas y no tomas vulgares. “Mostré todo. Los resultados tienen clase, pero no escondí nada”. Pese a ello, como sabemos, esas fotos terminan decorando vulkas (es cierto: cuando se me poncha una llanta indefectiblemente asisto a una vulkanizadora que tiene enmarcadas las fotos peludas y tamaño póster de Gloria Trevi; no puedo omitir la confesión de que, pese a la cochambre de las imágenes, me parecen muy estimulantes y avivan, valga la redundancia, mi cochambre). Es lo de menos. Lo de más es el extraño caso de esa mujer, Paay, que sin duda arriesga el pellejo para batir una marca sin quedar mal parada ni dejar mal parados (he aquí un guiño) a sus observadores.
Hay un dato menos subjetivo sobre la calidad de las placas; el fotógrafo Philip Riches, quien en este caso se encargó del trabajo más duro y sacrificado, observó que “Ella es espectacular y tiene un cuerpo excepcional. Es muy abierta y tiene mucha energía. Al final de la producción estaba agotado”. Las palabras de este artista de la lente anticipan entonces que el resultado es apetecible, y que toda sensibilidad educada en estos menesteres sabrá apreciarlo como se debe, sobre todo si la modelo les confirma que en realidad es (o fue, o estuvo) muy abierta.
Dos o tres reflexiones emparentadas surgen de esta nota: una, lo soft, casi lo inocente que ahora parece el imperio Playboy. Otra, lo lejano que nos va quedando lo que en este caso podríamos denominar “softporno en cámara lenta”. Y la última: los deseos de crear espectacularidad a partir de la nada, del vacío. Avanzo por tramos.
En los tiempos que ya parecen jurásicos de mi primera educación sentimental vinculada al consumo de sexo icónico, me refiero a los setenta, era una odisea hacerse de una revistita clandestina. Un amigo de un primo (como dice el anuncio de las hemorroides) recuerda que una vez fue a un puesto de periódicos y luego de pensarla medio millón de veces se animó a preguntar por el Penthouse; estaba en el local sito en la calle Blanco esquina con Morelos. El amigo de mi primo tenía como quince años, estaba en la edad del tejido diario de chambritas y anhelaba con todos sus impacientes cojones un ejemplar de aquella publicación famosa por llegar un poco más lejos en materia de aquellito. El voceador, un viejo con el colmillo largo y retorcido cuya facha le daba un airesuco a Fidel Velázquez sobre todo por los lentes gruesos y verdosos, escuchó la pregunta del amigo de mi primo y le pidió un segundo. Luego hurgó en un altero de revistas que tenía escondidas, al margen de la exhibición, y extrajo una, la que fuera. Luego le pidió al amigo de mi primo que se aproximara un poco, y como abanico le pasó algunas páginas de la revista mientras le hacía un comentario de voceador experto: “La revista que usted busca tiene fotos como éstas”. El amigo de mi primo, para huir rápido de la escena del crimen, le dijo que sí, que a cómo. Pagó y en un segundo ya estaba a media cuadra del lugar, loco de contento con su cargamento de imágenes, directo a la soledad requerida para leer (con una sola mano) la revista recién adquirida. Eso en cuanto a las publicaciones; para el cine era un cuete peor. En un cuento inédito, por cierto, ya aré sobre ese tema: la épica del adolescente que en tiempos prevideocasetera deseaba ver una película “prohibida”. Caray, las de Caín (o las de Chaín, mejor conocida como Angélica) que uno tuvo que pasar para colarse a El Dorado o al Modelo, salas que durante nuestras épocas (de)formación se encargaban de complacer a los demandadores más exigentes de cine plegostioso. Sin exagerar, tardábamos días para ver algo mínimamente sexoso, algo, lo que fuera. Por eso digo que, comparado con lo que pasa hoy, nosotros fuimos santos y merecemos de vez en vez alguna canonización. Veíamos poco e insulso aunque nos pareciera lo más gruecso, y lo poco que veíamos lo veíamos poco; todo nos llegaba en cámara lenta.
Por otro lado, y para no olvidar que la homenajeada en este espacio es la (¿señora, señorita?) Patricia Paay, no es censurable que si ella todavía le ve potencial cachondo a su imagen sin tapujos, que la explote. Cierto que los trucos del bisturí y del Photoshop pueden ayudar, pero no menos cierto es que no hay quirófano ni programa de Adobe que haga milagros allí donde ya no hay mucho que ofrecer en lo físico. No se oculta, empero, que el desnudo de Paay es una de esas típicas maniobras de mercado que hace borlote a partir de casi nada. Un récord de esta ralea para Playboy es uno más entre los muchos miles de récords que a diario son intentados en el mundo para llenar con inmensas cantidades de Nada la era del vacío.
Lo único genuinamente decente del récord que ha roto la sexygenaria Paay consiste en que nos trae gratos e ingratos recuerdos, todos válidos, a los que, por edad, ya no podemos eludir la moda vintage. Bienvenido sea todo lo que guarde olor a naftalina.

sábado, octubre 10, 2009

La importancia de llamarse Hugh



Leo de pasadita una nota sobre Hugh Hefner y no puedo resistir la tentación de sentir injusta lástima por él. Digo injusta porque nadie en sus cabales sentiría lástima, se supone, por el capo de todos los capos en materia de compañía femenina, nada menos que el creador del emporio Playboy, un sujeto que tiene a sus pies un megamercado de carne calidad delicatessen. Pues sí, siento un poco de lástima, qué le puedo hacer. El asunto no está para llorar, por supuesto, y a Hefner seguramente le importa un pepinillo de McDonalds lo que opinen los seres humanos e incluso los extraterrestres de sus encuentros sexosos de la tercera edad, pero la nota sobre sus andanzas recientes da con tranquilidad para una columna juguetona, de sábado rascaombligo.
Cuando pienso en el imperio de Hefner acude sin remedio a mi cabeza un verso de Joaquín Sabina, aquel que ubica entre sus largas enumeraciones en “El pirata cojo” (cojo, rengo, del verbo cojear, no de otro verbo), tema que sin duda quintaesencia la mentalidad un tanto importapuraverguista de la lírica posmo. Recordemos que, en esa canción, Sabina enlista las profesiones u oficios que hubiera querido abrazar. Entre otros, recuerdo que desea ser “boxeador en Detroit”, “gitanito en Jerez”, “tabernero en Dublín”. Aunque algunos versos rompen la secuencia con imágenes más poéticas, la mayoría establece el paralelismo entre un oficio y un lugar en el que definitivamente se ha fijado el estereotipo para la práctica de cierta actividad, por ejemplo, “pintor en Montparnasse”. Es allí donde figura el verso que me llega cuando leo algo sobre Hefner: “fotógrafo en Playboy”. Sabina ha logrado amarrar en tres palabras el lazo entre la “revista para caballeros” (así les dicen, aunque la mayoría de los “lectores” sea, seamos, puros barbajanes) y el envidiable oficio que presupone, el de fotógrafo.
En efecto, ser fotógrafo en Playboy fue sinónimo para muchos de mi cuarentona generación —y acaso para la cincuentona y sesentona y hasta setentona— de profesión envidiable. En los añejos tiempos de tejido de chambritas con alguna inspiratriz de magazín en technicolor, no creo que alguno de aquellos adolescentes que fuimos no soñara con ser fotógrafo de la revista fundada por el hoy vetusto magnate de la industria cárnica. Allí radicaba el encanto, el misterio de la publicación que todavía, ya casi a rastras, capitanea: lograba hacernos creer que nosotros, espinilludos adolescentes de alebrestadísimas hormonas, éramos el fotógrafo. Cuando, en algunas ocasiones, salía una imagen de Hefner, envidiábamos a ese caradura con facha de marinero en plenitud de facultades. Lo envidiábamos porque manejaba un arsenal de conejitas y de fotógrafos, de escritores, de periodistas. Hoy, el otrora joven y apuesto marinero, el galán que seleccionaba lo mejor de lo mejor en el contexto de la belleza mundial, se ha convertido casi literalmente en un Popeye con todo y la ridícula gorrita de jubilado gringo vacacionando en Aruba.
Pero eso no ha sido suficiente para el osado Hefner. La nota que acabo de leer explica que, además del papelazo que ya de por sí hace en un programa de televisión donde sale con sus “novias-nietas”, el infatigable rucailo planea hacer una obra de teatro sobre su vida, más precisamente un “musical”, esa suerte de representación escénico-coral de estilo Broadway que (a mí) suele dar(me) ñáñaras de tan espantoso que es ver a José el Soñador o Anita la Huerfanita. Y sí, Hefner quiere eso, que su agitada existencia sea contada en un espectáculo de luces y sonido, con un ejército de conejitas deambulando en el escenario tal y como dios las trajo al inmundo, sólo que con algunos años más. Si la obra cubre toda la vida del maese Hugh, fácil es conjeturar que llegará hasta la época actual. La pregunta que surge de inmediato es quién hará el papel del Hugh octogenario. Ya sé: el mismo Hefner. Que sea él quien se presente frente al público flanqueado por sus novias-nietas. Sólo suplico que nos haga un favor: que no se quite la gorrita de Pepeye, el signo inequívoco de que todo playboy pasado fue mejor.