Lo mismo que un muñeco que necesita cuerda o que un presente incierto que nada nos recuerda, así quedan lo cuerpos, y sobre todo las caras, de muchos divos y divas de la farándula que pasan por el quirófano como quien entra y sale de un Oxxo. Es la tragedia de la belleza: los años no perdonan y todos somos o seremos sometidos al declive, hagan lo que hagan o puedan hacer los cirujanos en los quirófanos donde se alquilan algunos tiempos extras para la hermosura según los estándares actuales de lo que eso es: en las mujeres, tetas macrobolimórficas levantadas hacia el infinito y más allá, labios gruesos y voluptuosos, nariz sin erratas, cintura de avispa, nalgas respingadas y piernas que obligatoriamente exigen el adverbio y el adjetivo “bien torneadas”; en los hombres, nada de panza, músculos marcados, depilación de pecho y piernas, nariz de Kid Acero, barba de tres días deliberadamente descuidada y gesto de perdonavidas con mazorca Colgate.
Para llegar a eso, la naturaleza, claro, hace, aunque en muy escasas ocasiones, su chamba. Poco después, los gimnasios y los bisturíes cooperan, perfeccionan, esto a medida que la actriz, actor, cantante, modelo o lo que sea van entrando en los exigentes laberintos de la fama. Luego, pasados los 30 o 35 o 40, la carne empieza con sus diabluras, se cae, se estría, se arruga, se hincha. Es allí donde la mona o el mono deben tomar la Gran Decisión de sus vidas: apechugar ante el advenimiento del primer crepúsculo o meterle marcha atrás. La mayoría prefiere lo segundo: entrar al quirófano, ponerse en las manos de un experto que con sus navajas y su silicona no sólo “detienen” el proceso de envejecimiento, sino que tumban varios años de encima. Hay sonados ejemplos de esa magia, tantos que casi sobra cualquier lista. Sólo, para no dejar, menciono el de la tica Maribel Guardia, quien tenía un cuerpazazo natural ya a los 18 (ver escena de Pedro Navajas parte 3 en YouTube) y a sus nosecuántos se conserva en forma, aunque ya con evidentes huellas de esculpimiento quirúrgico. Como ella, decenas, aunque no todas con la misma buena suerte.
Casos existen, por supuesto, de lo contrario: seres que se mueven en la farándula y se ven por ello obligados a conservar el look que los hizo “famosos”. Entonces pasan por la cirugía “estética” y quedan irreconocibles, como pedroinfantescos muñecos que necesitan cuerda. La raza normal, los no famosos, nosotros, no nos explicamos cómo puede alguien aceptar tratamientos que dejan el rostro, sobre todo el rostro, tan inexpresivo como el de un mono de futbolito. Los personajes más célebres por haber preferido la plastificación de sus gestos a las arrugas son, por supuesto, la vedette Lyn May, el estilista Alfredo Palacios y la actriz Irma Serrano (Michael Jackson se cuece en otra olla, pues su cambio de imagen fue brutal, una cosa que no se puede describir si cierto horror).
Lucha Villa, Lucila Mariscal y ahora Alejandra Guzmán son ya algunos casos notables de intervenciones fallidas. En el afán de “dar lo mejor a su público”, muchas y muchos han caído en manos de científicos locos de película de Santo que inyectan lo que sea a quien se deje con tal de ganar un buen dinero. La Guzmán, como sabemos, recién pasó el amargo trance de sentir que la vida se le escapaba por su ya de por sí majestuosa zona glútea. Vaya manera de arriesgar el pellejo: por el deseo de tener unas nachas más grandes o más redondas o más echadas para acá, la hija de Silvia y Enrique provocó un vendaval de notas que dan testimonio, quitado el sensacionalismo propio de ese periodismo, de lo peligroso que puede llegar a ser el anhelo de lucir eternamente bella bella.
Alguna vez escribí sobre Miriam Yuki Gaona, alias la Matabellas. Esa tipa fue capaz de inyectar cualquier marranada a sus pacientes, incluido aceite para bebés. A la Guzmán, según las notas, le sacaron de las nachas unas bolas de plástico similar al usado para hacer cajas de discos compactos. Y todo por no resignarse a lo que finalmente, pocos años después, ocurrirá: el irremediable anochecer de la belleza.
Para llegar a eso, la naturaleza, claro, hace, aunque en muy escasas ocasiones, su chamba. Poco después, los gimnasios y los bisturíes cooperan, perfeccionan, esto a medida que la actriz, actor, cantante, modelo o lo que sea van entrando en los exigentes laberintos de la fama. Luego, pasados los 30 o 35 o 40, la carne empieza con sus diabluras, se cae, se estría, se arruga, se hincha. Es allí donde la mona o el mono deben tomar la Gran Decisión de sus vidas: apechugar ante el advenimiento del primer crepúsculo o meterle marcha atrás. La mayoría prefiere lo segundo: entrar al quirófano, ponerse en las manos de un experto que con sus navajas y su silicona no sólo “detienen” el proceso de envejecimiento, sino que tumban varios años de encima. Hay sonados ejemplos de esa magia, tantos que casi sobra cualquier lista. Sólo, para no dejar, menciono el de la tica Maribel Guardia, quien tenía un cuerpazazo natural ya a los 18 (ver escena de Pedro Navajas parte 3 en YouTube) y a sus nosecuántos se conserva en forma, aunque ya con evidentes huellas de esculpimiento quirúrgico. Como ella, decenas, aunque no todas con la misma buena suerte.
Casos existen, por supuesto, de lo contrario: seres que se mueven en la farándula y se ven por ello obligados a conservar el look que los hizo “famosos”. Entonces pasan por la cirugía “estética” y quedan irreconocibles, como pedroinfantescos muñecos que necesitan cuerda. La raza normal, los no famosos, nosotros, no nos explicamos cómo puede alguien aceptar tratamientos que dejan el rostro, sobre todo el rostro, tan inexpresivo como el de un mono de futbolito. Los personajes más célebres por haber preferido la plastificación de sus gestos a las arrugas son, por supuesto, la vedette Lyn May, el estilista Alfredo Palacios y la actriz Irma Serrano (Michael Jackson se cuece en otra olla, pues su cambio de imagen fue brutal, una cosa que no se puede describir si cierto horror).
Lucha Villa, Lucila Mariscal y ahora Alejandra Guzmán son ya algunos casos notables de intervenciones fallidas. En el afán de “dar lo mejor a su público”, muchas y muchos han caído en manos de científicos locos de película de Santo que inyectan lo que sea a quien se deje con tal de ganar un buen dinero. La Guzmán, como sabemos, recién pasó el amargo trance de sentir que la vida se le escapaba por su ya de por sí majestuosa zona glútea. Vaya manera de arriesgar el pellejo: por el deseo de tener unas nachas más grandes o más redondas o más echadas para acá, la hija de Silvia y Enrique provocó un vendaval de notas que dan testimonio, quitado el sensacionalismo propio de ese periodismo, de lo peligroso que puede llegar a ser el anhelo de lucir eternamente bella bella.
Alguna vez escribí sobre Miriam Yuki Gaona, alias la Matabellas. Esa tipa fue capaz de inyectar cualquier marranada a sus pacientes, incluido aceite para bebés. A la Guzmán, según las notas, le sacaron de las nachas unas bolas de plástico similar al usado para hacer cajas de discos compactos. Y todo por no resignarse a lo que finalmente, pocos años después, ocurrirá: el irremediable anochecer de la belleza.