En mi memoria se pierde el momento y el lugar en el que escuché por primera vez aquella voz. Sé que fue aquí, en Torreón, pero no recuerdo exactamente dónde y gracias a quién tuve acceso a un casetito cuyo puñado de canciones me acompañó durante años. La voz era de Alfredo Zitarrosa (1936), periodista, locutor y cantor uruguayo, figurón indiscutible para quienes le guardamos afecto a la milonga y sus géneros hermanos. Murió en su natal Montevideo el 17 de enero de 1989, hace veinte años justos. Para entonces yo lo escuchaba con una emoción que asombrosamente se mantiene incólume: pasan los años, las décadas ya, y Zitarrosa me parece lo que es: sinónimo de canto inteligente, de canto bien plantado sobre la cáscara del mundo.
Hoy, gracias a internet, cualquiera puede darse una idea en audio y video de lo que hacía Zitarrosa o cualquier otro cantante comercial o no comercial. En el tiempo de mi primer contacto con las canciones del uruguayo no era así. Hacerse de sus discos LP o de sus casetes no era labor sencilla. Llegaba poco material a La Laguna. Recuerdo que, sumados, tuve cuatro o cinco álbumes que luego caducaron con la llegada del disco compacto. Pero, aunque fuera escasa la música disponible de su magistral hechura, mucho tiempo sentí veneración por aquel montevideano de pelo engominado, trajes oscuros y rostro existencialista, autor de letras sólidas, poéticas y bien enraizadas en el pensamiento.
Pasó una vez que, entre tantas y tantas reuniones literarias en casa de Saúl Rosales, alguien esculcó sus discos y casetes. Entre los muchos de Beethoven y Stravinski y Vivaldi y otros tantos que tanto le gustan a Saúl, saltó un LP de Zitarrosa. Extrañado, le pregunté la razón de aquella rareza metida entre los grandes de su colección. He olvidado la respuesta exacta que me dio, pero obviamente ponderaba como excelentes los arreglos y las letras de todas las canciones (Coplas del canto, era el título del disco).
Por aquellos meses cayó en mis manos un caset casero con la grabación de “Guitarra negra”. No era buena la reproducción, pero de todos modos quedé aturdido con la hermosura de esa obra, la mejor, sin duda, de Zitarrosa, su Quijote. Fue tan alta la belleza y el propósito que me trasmitió que de inmediato capturé la letra entera a punta de máquina mecánica, algo que jamás hice con ninguna otra canción y algo que ahora cualquiera puede ahorrarse con un simple copy-paste internético. El asunto fue que el hallazgo de “Guitarra negra” coincidió con la publicación de mi primer libro, eso en 1990. Yo estaba invadido de “Guitarra negra”, de su amplia letra combativa y poética, así que no desaproveché la coyuntura para citarla elípticamente en mi librito: fue una paráfrasis a Zitarrosa: “A mi madre, con todo mi torpe amor”, dije con cursivas delatoras, calcando casi el inicio de la canción-poema: “Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra... Cómo haré para que sientas mi torpe amor, mis ganas de sonarte entera y mía…”. Esa primera dedicatoria fue un homenaje para mi madre, pero también, veladamente, para el poeta-cantor uruguayo al que todavía respeto y oigo con delectación de niño.
Los años pasaron como suelen: haciéndonos viejos. Y llegó abril de 2008. Por obligaciones laborales ese año debí atender la visita del poeta uruguayo Eduardo Milán, quien vino a dar un curso en Torreón. En una larga charla sostenida entre cerveza y whisky, le confesé, no sin timidez de anticuado fan, mi admiración a su paisano. Milán, entonces, estalló de gusto, pues en muchos momentos coincidió con Zitarrosa y conversó con él de todo. Fue su amigo.
En el veinte aniversario de su muerte, Alfredo Zitarrosa sigue cantando con su voz viril, esa voz de hombre a la manera quijotesca: poética, enderezadora de entuertos y desfacedora de agravios.
Hoy, gracias a internet, cualquiera puede darse una idea en audio y video de lo que hacía Zitarrosa o cualquier otro cantante comercial o no comercial. En el tiempo de mi primer contacto con las canciones del uruguayo no era así. Hacerse de sus discos LP o de sus casetes no era labor sencilla. Llegaba poco material a La Laguna. Recuerdo que, sumados, tuve cuatro o cinco álbumes que luego caducaron con la llegada del disco compacto. Pero, aunque fuera escasa la música disponible de su magistral hechura, mucho tiempo sentí veneración por aquel montevideano de pelo engominado, trajes oscuros y rostro existencialista, autor de letras sólidas, poéticas y bien enraizadas en el pensamiento.
Pasó una vez que, entre tantas y tantas reuniones literarias en casa de Saúl Rosales, alguien esculcó sus discos y casetes. Entre los muchos de Beethoven y Stravinski y Vivaldi y otros tantos que tanto le gustan a Saúl, saltó un LP de Zitarrosa. Extrañado, le pregunté la razón de aquella rareza metida entre los grandes de su colección. He olvidado la respuesta exacta que me dio, pero obviamente ponderaba como excelentes los arreglos y las letras de todas las canciones (Coplas del canto, era el título del disco).
Por aquellos meses cayó en mis manos un caset casero con la grabación de “Guitarra negra”. No era buena la reproducción, pero de todos modos quedé aturdido con la hermosura de esa obra, la mejor, sin duda, de Zitarrosa, su Quijote. Fue tan alta la belleza y el propósito que me trasmitió que de inmediato capturé la letra entera a punta de máquina mecánica, algo que jamás hice con ninguna otra canción y algo que ahora cualquiera puede ahorrarse con un simple copy-paste internético. El asunto fue que el hallazgo de “Guitarra negra” coincidió con la publicación de mi primer libro, eso en 1990. Yo estaba invadido de “Guitarra negra”, de su amplia letra combativa y poética, así que no desaproveché la coyuntura para citarla elípticamente en mi librito: fue una paráfrasis a Zitarrosa: “A mi madre, con todo mi torpe amor”, dije con cursivas delatoras, calcando casi el inicio de la canción-poema: “Cómo haré para tomarte en mis adentros, guitarra... Cómo haré para que sientas mi torpe amor, mis ganas de sonarte entera y mía…”. Esa primera dedicatoria fue un homenaje para mi madre, pero también, veladamente, para el poeta-cantor uruguayo al que todavía respeto y oigo con delectación de niño.
Los años pasaron como suelen: haciéndonos viejos. Y llegó abril de 2008. Por obligaciones laborales ese año debí atender la visita del poeta uruguayo Eduardo Milán, quien vino a dar un curso en Torreón. En una larga charla sostenida entre cerveza y whisky, le confesé, no sin timidez de anticuado fan, mi admiración a su paisano. Milán, entonces, estalló de gusto, pues en muchos momentos coincidió con Zitarrosa y conversó con él de todo. Fue su amigo.
En el veinte aniversario de su muerte, Alfredo Zitarrosa sigue cantando con su voz viril, esa voz de hombre a la manera quijotesca: poética, enderezadora de entuertos y desfacedora de agravios.