El hollywoodesco ascenso de Obama ha puesto fin a uno de los gobiernos más ominosos que recuerde la historia de mundo contemporáneo. No era fácil superar a Reagan o a George Bush I, pero parece que el sujeto que acaba de abandonar la Casa Blanca entre abucheos y levantamientos de fálico dedo tiene ya el primer lugar entre los recientes presidentes norteamericanos generadores de repudio. La cadena de tropelías perpetrada por ese pillo con botas (me refiero al pillo con botas de allá, no al de acá) no tiene, si la miramos con cuidado, parangón en los anales de la humanidad, más si entendemos que ahora existe en el planeta un ordenamiento político que impide o señala, se supone, las atrocidades unilaterales. A Bush II nadie le salió, desafortunadamente, al paso, ni siquiera la Asociación Norteamericana de Psiquiatría. El tipo llegó al poder en las elecciones más cuestionadas que se recuerden en EUA y ni eso frenó un poco su instinto de orate. Al contrario, parece que lo exacerbó. A tanto llegó el Mal encarnado por el ex presidente que tras el siniestro de las Torres Gemelas convirtió al mundo en rehén de sus paranoias antiterroristas. Desde ese momento ya nadie estuvo a salvo, pues en nombre de la libertad y la democracia Bush amenazaba a diario con la Gran Macana y tenía a Irak como ejemplo de país ocupado con el objetivo de enderezar su tuerto camino.
Lamentable, fallido siempre al declarar su Sagrada Misión sobre la tierra, Bush y sus secuaces entregaron un país convulsionado, con estragos económicos que a muchos les trae el recuerdo de antiguas depresiones. Además, hereda guerras, atrocidades en cárceles y una imagen del gobierno nortemamericano como juez infalible y entrometido en todos los contextos del planeta, le asista o no la razón. Obama toma, entonces, una estafeta demasiado sucia, la que le deja un sujeto nada entregado a la más mínima altitud de miras, al estadismo, al papel que debe representar un presidente con su poder, quien debe ser en todo momento ejemplo de equilibrio entre firmeza y diplomacia, imagen que sí irradia, por cierto, la figura del nuevo mandamás de la Casa Blanca, quien tiene delante de sí una oportunidad inmejorable: el gobierno de Bush fue tan desastroso que hasta un mal gobierno de Obama podría superarlo, ya no digamos uno bueno. El río ha quedado, sin embargo, muy revuelto tras la era bushista, así que hacer pronósticos a partir de simples evaluaciones de discurso u origen étnico es por demás peligroso en este momento. Lo mejor, entonces, es acogerse a la serenidad y a la paciencia, como postulaba, no sin sabiduría, el tremendo Kalimán, pues de nada sirve pedir resultados inmediatos al nuevo presidente luego de que la casa ha quedado tan tirada por su predecesor.
Ese predecesor, Bush, se larga en suma como pocos se han largado: con un espectacular repudio, sin alcanzar los mínimos estándares de agradecimiento ni de sus cercanos, encima de una ola de problemas internos y externos. A tanto llega la ojeriza contra él que tras el incidente del zapatazo hubo una especie de desahogo mundial: el par de zapatos voladores que arrojó Muntazer Al Zaidi reveló el odio mundial que despertaba la figurilla indigna de Bush, de suerte que fue la puntilla para acabar de hundir la imagen de alienado que ya de por sí tenía el hoy ex mandatario norteamericano.
Lo que sigue es esperar qué cambios drásticos y graduales aplica la nueva administración encabezada por Obama. No muerdo el anzuelo del optimismo destemplado que se ha visto por estos días, pero a las claras se nota que el nuevo presidente opera con una sensibilidad mayor, al menos sin esa altanería habitual en el sátrapa texano.
Lamentable, fallido siempre al declarar su Sagrada Misión sobre la tierra, Bush y sus secuaces entregaron un país convulsionado, con estragos económicos que a muchos les trae el recuerdo de antiguas depresiones. Además, hereda guerras, atrocidades en cárceles y una imagen del gobierno nortemamericano como juez infalible y entrometido en todos los contextos del planeta, le asista o no la razón. Obama toma, entonces, una estafeta demasiado sucia, la que le deja un sujeto nada entregado a la más mínima altitud de miras, al estadismo, al papel que debe representar un presidente con su poder, quien debe ser en todo momento ejemplo de equilibrio entre firmeza y diplomacia, imagen que sí irradia, por cierto, la figura del nuevo mandamás de la Casa Blanca, quien tiene delante de sí una oportunidad inmejorable: el gobierno de Bush fue tan desastroso que hasta un mal gobierno de Obama podría superarlo, ya no digamos uno bueno. El río ha quedado, sin embargo, muy revuelto tras la era bushista, así que hacer pronósticos a partir de simples evaluaciones de discurso u origen étnico es por demás peligroso en este momento. Lo mejor, entonces, es acogerse a la serenidad y a la paciencia, como postulaba, no sin sabiduría, el tremendo Kalimán, pues de nada sirve pedir resultados inmediatos al nuevo presidente luego de que la casa ha quedado tan tirada por su predecesor.
Ese predecesor, Bush, se larga en suma como pocos se han largado: con un espectacular repudio, sin alcanzar los mínimos estándares de agradecimiento ni de sus cercanos, encima de una ola de problemas internos y externos. A tanto llega la ojeriza contra él que tras el incidente del zapatazo hubo una especie de desahogo mundial: el par de zapatos voladores que arrojó Muntazer Al Zaidi reveló el odio mundial que despertaba la figurilla indigna de Bush, de suerte que fue la puntilla para acabar de hundir la imagen de alienado que ya de por sí tenía el hoy ex mandatario norteamericano.
Lo que sigue es esperar qué cambios drásticos y graduales aplica la nueva administración encabezada por Obama. No muerdo el anzuelo del optimismo destemplado que se ha visto por estos días, pero a las claras se nota que el nuevo presidente opera con una sensibilidad mayor, al menos sin esa altanería habitual en el sátrapa texano.