Con tiempo de sobra para acomodar documentos en las carpetitas amarillas de la computadora, encuentro viejos maquinazos. Algunos fueron escritos no sé para qué y publicados no sé dónde, es cierto, pero de la mayoría sí conservo al menos el recuerdo para reconstruir un borrador de ficha referencial. Las dos que presento creo que circularon en un periódico estudiantil, así que son, digamos, como inéditos. Las reciclo ahora porque no tienen apariencia de caducidad y encajan de alguna forma con el tema del regreso a las aulas previsto para el miércoles venidero.
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Básculas para libros
¿Quién sanciona actualmente la calidad de los buenos libros? ¿Con qué básculas podemos pesar su calidad? Estas preguntas renacen en mí de tiempo en tiempo, y es hora que no tengo mejor respuesta que la misma de hace muchos años: la academia y el periodismo serios. Es cierto que se trata de una sanción volátil, no ajena al capricho de los gustos humanos, pero es la única fuente de confiabilidad que un lector no iniciado puede tener para no extraviarse en el océano de publicaciones que circulan como hormigas por toda la faz del planeta.
Trataré de exponer esta certeza con algún ejemplo que no deje dudas sobre lo que pretendo demostrar. Imaginemos a un lector potencial, a alguien que desea leer pero no sabe por dónde empezar. Imaginemos que entra a una librería, que hurga entre los estantes, que observa con detenimiento cada repisa. Ese lector potencial no explora en la mesa de libros de texto, pues ya no tiene obligaciones escolares y nadie le ha encargado nada. Ese lector potencial simplemente quiere leer algo, lo que sea, y guía su búsqueda a ciegas, pues sabe muy poco, o nada, de autores y de obras.
¿Qué ocurrirá en tal pesquisa? Puede ocurrir lo que sea, incluso que adquiera Hamlet o Los Miserables, aunque lo más probable es que la compra no vaya por allí. Si aceptamos que lo suyo no es la sesuda elección de libros, si aceptamos que no hay bases críticas de donde partir para hacer una buena elección, creo que también podemos aceptar que ese lector imaginario se dejará seducir por lo más llamativo y evidente, por las novedades más ruidosamente colocadas en la librería. Verá un lujoso display, leerá en una fajilla roja que tal libro lleva cien mil ejemplares vendidos, recordará con algo de vaguedad que una tía hizo cierto comentario en la sobremesa del domingo, y entonces comprará ese libro, el que luce en una gran pirámide, el que se ve mejor exhibido en la vidriera. Ese es, sin duda, el libro de moda, el libro que garantizará una excelente inversión de dinero y, horas después, de tiempo, el tiempo necesario para leerlo.
Es cierto que un gran libro puede ser al mismo tiempo un éxito de ventas, pero es muy raro que eso ocurra. Hasta donde sé, muy pocos, escasísimos autores de genio son al mismo tiempo vendedores de libros en masa. Creo incluso que eso no llega a darse en el mercado actual, y la excelente literatura tiene en realidad ventas mediocres comparadas con la pésima. Vuelvo pues a mis preguntas iniciales y al ejemplo de mi lector hipotético, un hombre que, conciente de que no sabe mucho de libros y acaso conciente de que desea leer algo verdaderamente estimable, clama por ayuda. Mi respuesta es la misma: si estamos en la circunstancia de ese hombre, nada más confiable que la academia o el buen periodismo cultural para saber qué libros merecen el esfuerzo de ser comprados y leídos. Porque de algo estoy seguro, y cierro con un caso extremo, casi obsceno: Carlos Cuauhtémoc nunca será atendido en ninguna universidad o suplemento bien nacidos. Su pobre destino es el mercado y la fama, la pequeña famita pasajera de los condenados a la total insignificancia.
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¿Quién sanciona actualmente la calidad de los buenos libros? ¿Con qué básculas podemos pesar su calidad? Estas preguntas renacen en mí de tiempo en tiempo, y es hora que no tengo mejor respuesta que la misma de hace muchos años: la academia y el periodismo serios. Es cierto que se trata de una sanción volátil, no ajena al capricho de los gustos humanos, pero es la única fuente de confiabilidad que un lector no iniciado puede tener para no extraviarse en el océano de publicaciones que circulan como hormigas por toda la faz del planeta.
Trataré de exponer esta certeza con algún ejemplo que no deje dudas sobre lo que pretendo demostrar. Imaginemos a un lector potencial, a alguien que desea leer pero no sabe por dónde empezar. Imaginemos que entra a una librería, que hurga entre los estantes, que observa con detenimiento cada repisa. Ese lector potencial no explora en la mesa de libros de texto, pues ya no tiene obligaciones escolares y nadie le ha encargado nada. Ese lector potencial simplemente quiere leer algo, lo que sea, y guía su búsqueda a ciegas, pues sabe muy poco, o nada, de autores y de obras.
¿Qué ocurrirá en tal pesquisa? Puede ocurrir lo que sea, incluso que adquiera Hamlet o Los Miserables, aunque lo más probable es que la compra no vaya por allí. Si aceptamos que lo suyo no es la sesuda elección de libros, si aceptamos que no hay bases críticas de donde partir para hacer una buena elección, creo que también podemos aceptar que ese lector imaginario se dejará seducir por lo más llamativo y evidente, por las novedades más ruidosamente colocadas en la librería. Verá un lujoso display, leerá en una fajilla roja que tal libro lleva cien mil ejemplares vendidos, recordará con algo de vaguedad que una tía hizo cierto comentario en la sobremesa del domingo, y entonces comprará ese libro, el que luce en una gran pirámide, el que se ve mejor exhibido en la vidriera. Ese es, sin duda, el libro de moda, el libro que garantizará una excelente inversión de dinero y, horas después, de tiempo, el tiempo necesario para leerlo.
Es cierto que un gran libro puede ser al mismo tiempo un éxito de ventas, pero es muy raro que eso ocurra. Hasta donde sé, muy pocos, escasísimos autores de genio son al mismo tiempo vendedores de libros en masa. Creo incluso que eso no llega a darse en el mercado actual, y la excelente literatura tiene en realidad ventas mediocres comparadas con la pésima. Vuelvo pues a mis preguntas iniciales y al ejemplo de mi lector hipotético, un hombre que, conciente de que no sabe mucho de libros y acaso conciente de que desea leer algo verdaderamente estimable, clama por ayuda. Mi respuesta es la misma: si estamos en la circunstancia de ese hombre, nada más confiable que la academia o el buen periodismo cultural para saber qué libros merecen el esfuerzo de ser comprados y leídos. Porque de algo estoy seguro, y cierro con un caso extremo, casi obsceno: Carlos Cuauhtémoc nunca será atendido en ninguna universidad o suplemento bien nacidos. Su pobre destino es el mercado y la fama, la pequeña famita pasajera de los condenados a la total insignificancia.
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El mito del aula
Tengo desde siempre una mayor confianza en el autodidactismo que en el aula frente a un apresurado profesor, y es por eso que en la báscula de lo poco que sé gravita sobre todo lo aprendido en casa con los libros, las revistas, los periódicos y ahora el internet. Eso me da hilo para reflexionar sobre lo que he visto en relación con los estudiantes, más con aquellos que ahora frisan los veinte años.
La impresión que me dejan es básicamente la misma que percibí entre mis contemporáneos, pero hoy más radicalizada: el alumno de este tiempo, hablo en general, deposita una fe ciega, acrítica, en el maestro y en el aula. Para el joven, insisto que hablo de la mayoría, el espacio casi exclusivo para adquirir conocimiento “serio” es el salón de clases, y el sumo sacerdote que oficia desde su sabihondo púlpito es el profesor. Eso, a lo mucho, es verdadero a medias; cierto que el aula y el maestro son importantes (más porque suponen una inserción en estudios formales ahora imprescindibles para trabajar en muchas disciplinas), pero analizados en todas sus implicaciones (tiempo, distractores, elección de materias, etcétera) nunca estarán por encima del conocimiento que el estudiante puede allegarse solo, por su propio pie.
De eso no tengo duda. En casa, el tiempo disponible para el estudio, si uno lo desea, suele ser amplio; en casa, los distractores no son tantos como los que podemos encontrar en un salón lleno de condiscípulos; en casa, la elección de materias es discrecional, se puede manejar a placer. Lo único malo de ese encuentro con el conocimiento, ya lo sabemos, es que no deja un título que certifique nuestra competencia. Sin embargo, cuando algún alumno advierte que el autodidactismo es el mejor complemento de la enseñanza formal, las capacidades de ese joven se agrandan sin remedio, se ramifican, se alimentan por dos flancos que le dan ricos nutrientes.
No alego, quiero aclarar, que el aula y el maestro sean prescindibles. Lo que resalto es la mitomanía del joven moderno cuando cree en la suficiencia de la educación formal. En todo caso, reitero, el autodidactismo es el mejor complemento de lo que escuchamos en el aula, o al revés.
Termino anecdótico. Un amigo, maestro de literatura, recibió una carta en la que un joven poeta le pide consejos, “clases”, para escribir poesía. En síntesis, mi amigo le respondió esto, una cátedra sobre autoaprendizaje: “Sólo los gringos creen que para todo hay un ‘know how’ y que todo puede reducirse a recetas. Usted es un escritor mexicano, o sea que puede salvarse de esa visión empobrecedora de la poesía, o de cualquier otro aspecto de la vida. Piense como ciudadano de Sinaloa, amigo, no como ciudadano de Nebraska. No busque quién ‘le enseñe a escribir poesía’, como usted dice: su mejor maestro es usted mismo”.
Tengo desde siempre una mayor confianza en el autodidactismo que en el aula frente a un apresurado profesor, y es por eso que en la báscula de lo poco que sé gravita sobre todo lo aprendido en casa con los libros, las revistas, los periódicos y ahora el internet. Eso me da hilo para reflexionar sobre lo que he visto en relación con los estudiantes, más con aquellos que ahora frisan los veinte años.
La impresión que me dejan es básicamente la misma que percibí entre mis contemporáneos, pero hoy más radicalizada: el alumno de este tiempo, hablo en general, deposita una fe ciega, acrítica, en el maestro y en el aula. Para el joven, insisto que hablo de la mayoría, el espacio casi exclusivo para adquirir conocimiento “serio” es el salón de clases, y el sumo sacerdote que oficia desde su sabihondo púlpito es el profesor. Eso, a lo mucho, es verdadero a medias; cierto que el aula y el maestro son importantes (más porque suponen una inserción en estudios formales ahora imprescindibles para trabajar en muchas disciplinas), pero analizados en todas sus implicaciones (tiempo, distractores, elección de materias, etcétera) nunca estarán por encima del conocimiento que el estudiante puede allegarse solo, por su propio pie.
De eso no tengo duda. En casa, el tiempo disponible para el estudio, si uno lo desea, suele ser amplio; en casa, los distractores no son tantos como los que podemos encontrar en un salón lleno de condiscípulos; en casa, la elección de materias es discrecional, se puede manejar a placer. Lo único malo de ese encuentro con el conocimiento, ya lo sabemos, es que no deja un título que certifique nuestra competencia. Sin embargo, cuando algún alumno advierte que el autodidactismo es el mejor complemento de la enseñanza formal, las capacidades de ese joven se agrandan sin remedio, se ramifican, se alimentan por dos flancos que le dan ricos nutrientes.
No alego, quiero aclarar, que el aula y el maestro sean prescindibles. Lo que resalto es la mitomanía del joven moderno cuando cree en la suficiencia de la educación formal. En todo caso, reitero, el autodidactismo es el mejor complemento de lo que escuchamos en el aula, o al revés.
Termino anecdótico. Un amigo, maestro de literatura, recibió una carta en la que un joven poeta le pide consejos, “clases”, para escribir poesía. En síntesis, mi amigo le respondió esto, una cátedra sobre autoaprendizaje: “Sólo los gringos creen que para todo hay un ‘know how’ y que todo puede reducirse a recetas. Usted es un escritor mexicano, o sea que puede salvarse de esa visión empobrecedora de la poesía, o de cualquier otro aspecto de la vida. Piense como ciudadano de Sinaloa, amigo, no como ciudadano de Nebraska. No busque quién ‘le enseñe a escribir poesía’, como usted dice: su mejor maestro es usted mismo”.