sábado, abril 15, 2023

Libros en el hospital










Para don Higinio Esparza, in memoriam

La expresión “muchos libros” suele ser ambigua para cualquier bibliómano. ¿Qué significa?, ¿cuántos son “muchos libros” para alguien que los atesora con delectación?  La verdad, no lo sé, pero es un hecho que “muchos libros” quiere decir, en estos casos, innumerables libros, tantos como puedan ser de interés para quien los acumula. Según he visto —y sentido en casa propia— cuando ya se han saturado todos los espacios disponibles siempre habrá algún truco para entripar con más volúmenes la biblioteca personal. No necesariamente se trata de sumar estantería, sino, por ejemplo, de organizar filas dobles o meter libros en cajas que terminarán apiladas y refundidas en la oscuridad de un clóset. El problema de esta manía es, entonces, espacial, pero se ramifica en otras direcciones: los libros acumulan polvo, pueden ser albergue de bichos extraños y generan un ambiente aéreo acaso peligroso para las vías respiratorias.

Esto último sentí en días recientes al reacomodar mi biblioteca. Como tengo cierta obsesión por los libros antiguos —me refiero a ediciones de los cuarenta, cincuenta o sesenta ya algo amarillentas—, tienen un olor muy peculiar y supongo insoportable, e incluso dañino, para ciertos olfatos. A mí me molesta un poco, pero no llega a ser terrible porque cada tanto procuro sacudir y ventilar. Junto con esto, hace poco comencé con un proyecto aledaño a la acumulación de papel viejo: encuadernar.

Durante mucho tiempo le saqué la vuelta a esta posibilidad, pues además de que la imaginaba onerosa, sentía que intervenir los libros viejos con nuevas tapas era de alguna manera mancillarlos, alterar su aspecto original, adulterar su buqué nato y, por todo, degradar la calidad del libro. Hace poco, sin embargo, decidí por fin animarme a la encuadernación gracias a que un amigo escritor también se dedica a eso, a rejuvenecer libros con el milagroso tónico de la encuadernación profesional.

El resultado ha sido espléndido, y aunque no llevo más de treinta libros restaurados, es ya, para mí, un hecho: el hospital de libros resulta sumamente necesario, pues gracias a esta manita de gato los volúmenes adquieren una revitalización que incluso incentiva el deseo de leer. Mi política, además, ha sido pedir a Arturo Robles, mi encuadernador, que no deje un solo libro igual, es decir, con un aspecto uniforme, pues nada detesto más que las “obscenas ediciones de lujo”, como llamó Borges a esos libros parejos que sirven más como ornamento que como depósito de arte y saber. Al contrario, pedí que cada título fuera encuadernado ad libitum, de acuerdo al gusto espontáneo del especialista, no en una serie idéntica. Así, cada uno podrá conservar “su personalidad” y de alguna manera perseverar, como observó Spinoza, en su ser.

Los problemas del olor y el polvo no tienen más remedio que el aseo y la ventilación, mucho más en un clima como el lagunero, seco hasta la deshidratación. Así que, también un poco ad libitum, cada tanto me he obligado a abrir las ventanas, tomar el sacudidor y abatir en los posible las partículas de talco terrestre que son uno de los rasgos más salientes de la atmósfera regional.

No sé cuánto me vaya a durar el entusiasmo de la encuadernación, pero es un hecho que mandar un libro al hospital es más bien como llevarlo a un spa: sale rozagante a vivir, como me dijo mi encuadernador, “otros cien años”. Que así sea, para no heredar basura, sino libros en excelentes condiciones de salud.