Un
libro que cualquier adicto literario tiene de cajón, sí o sí, es Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria
Rilke. Se le puede conseguir hasta en el Oxxo y durante décadas ha sido
reeditado y comentado en todas las lenguas, así que no me detengo mucho en él.
La peculiar versión que tengo (editorial Dante, Mérida, Yucatán, 1987) trae una
especie de copiloto: Cartas a un joven
escritor, de Ernesto Sábato. He leído (releído en el caso de Rilke) ambos
lotes de cartas y, dado que no conocía las de Sábato, me dejaron un excelente y
nuevo sabor de espíritu.
Ignoro
si son reales o ficticias, es decir, si el argentino en efecto tuvo un joven
corresponsal con aspiraciones de escritor o si disfrazó un ensayo con el atuendo
epistolar. Da igual, pues se trata de observaciones/recomendaciones de gran
valor, claras y punzantes. No son muchas páginas, acaso treinta, pero contienen
algunas nociones básicas sobre el ejercicio literario y sus alrededores,
consejos que cualquiera, joven o no tan joven, puede tomar en consideración a
la hora de intentar la cocción de literatura. Comparto unas cuantas que he
dejado subrayadas con lápiz en mi libro.
Uno.
…si uno come con un hombre que escaló el Himalaya, observando con suficiencia
la forma en la que toma el cuchillo, uno incurre en la tentación de
considerarse su igual o superior, olvidando (tratando de olvidar) que lo que
está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida.
Dos.
Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso
tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi
siempre la posteridad, o al menos esa especie de posteridad contemporánea que
es el extranjero. La gente que está lejos.
Tres.
Es entonces cuando además de talento o de genio necesitarás de otros atributos
espirituales: el coraje para decir tu verdad, la tenacidad para seguir
adelante, una curiosa mezcla de fe en lo que tenés que decir y de reiterado
descreimiento en tus fuerzas, una combinación de modestia ante los gigantes y
de arrogancia ante los imbéciles, una necesidad de afecto y una valentía para
estar solo, para rehuir la tentación pero también el peligro de los grupitos, de
las galerías de espejos.
Cuatro.
…para colmo, nadie te podrá garantizar lo porvenir, porvenir que en cualquier
caso es triste: si fracasás, porque el fracaso es siempre penoso y, en el
artista, es trágico; si triunfás, porque el triunfo es siempre una especie de
vulgaridad, una suma de malentendidos, un manoseo…
Cinco. Dios no escribe ficciones: nacen de nuestra imperfección, del defectuoso mundo en el que nos obligaron a vivir. Yo no pedí que me nacieran, ni vos: nos trajeron a la fuerza.