La escena es cada vez más frecuente: en cualquier sitio
podemos encontrar a un padre o a una madre ocupados y al lado, no lejos, un
hijo con la vista fija en películas o juegos de video. El caso es recurrente,
como digo, en padres que deben cargar con sus hijos al trabajo o en madres sin
servicio de guardería, pero no es el único: muchos padres y madres con
posibilidades económicas evitan atender a sus pequeños mediante la compra de un
celular o una tableta sin restricciones de uso, como se puede ver, por ejemplo,
en los consultorios médicos o en los aeropuertos.
Cuento dos ejemplos de esta tragedia. Hace poco tiempo estuve
en México con mi hija mayor, y en un desplazamiento a la Cineteca tomamos el
metro. Entre los incontables negocios del subterráneo, nos topamos con uno
minúsculo dedicado a la venta de artilugios electrónicos. Yo necesitaba unos
audífonos con sistema de “manos libres” y nos detuvimos a preguntar. El
negocio, como digo, era mínimo: una caja de madera de metro y medio de ancho y
metro y medio de fondo. La joven que atendía estaba detrás de la cubierta que
exhibía los productos. Como quedé de lado, pude ver que a los pies de la joven estaba
una cobija doblada en cuatro, y sobre ella, dormido, un niño como de dos o tres
años. En la manita flácida del nene, al lado de su cara morena y rebosante de
sueño, una tableta dejaba ver cierto juego de video inmóvil. Deduje sin
dificultad que el niño se había quedado dormido en medio del juego, oculto en
la covacha que le hacía el negocio atendido por su joven madre. Al irnos de
allí, no pude evitar un diálogo, creo desgarrador, con mi hija: ¿cuántas horas
debe pasar el pequeño en ese espacio? ¿Quién lo educa? ¿Cómo se divierte? ¿Qué
come?, tales fueron las preguntas que nos hicimos. Las respuestas deprimen.
Conjeturamos que el único divertimento del niño era la inevitable tableta, y
que su madre, dadas las desconocidas circunstancias de su vida, debía cargar
con él las ocho o nueve o diez horas de su jornada en el cubículo, de suerte
que allí la tableta con juegos de video fungía como niñera. Una tragedia, en
suma.
Pocas semanas después recordé la escena del metro en una
“miscelánea” —así les llamamos a las tienditas de barrio cada vez más escasas
debido al éxito de las llamadas “tiendas de conveniencia”— de La Laguna. Un
padre también joven me despachó un producto y al mismo tiempo hablaba con su
hijo de tres o cuatro años. El pequeño deambulaba en los recovecos de la
tienda, inquieto, y su padre permanecía con un ojo al cliente y otro al
garabato. En una oportunidad, le gritó: “¡Ven, ya te puse eso!” Como apuntó con
el dedo a sus espaldas, pude ver que “eso” era una tableta conectada a la
electricidad, ya con una caricatura lista para comenzar. El niño corrió al
lugar y de inmediato, con total seguridad, tomó el aparato y lo echó a andar con
un dedazo en la pantalla touch. Pensé
lo mismo: ¿cuántas horas del día pasa ese niño en la misma desventura?
No sé si tenga alguna solución esto que me parece, repito,
una tragedia que condena a los niños a un aprendizaje vacuo en una época de sus
vidas cuya circunstancia debería ser más estimulante. Es difícil, claro, pues
sabemos que las jornadas laborales y ciertas condiciones laborales —y no pocas
veces la indiferencia— de muchas padres han provocado la salida fácil de
acercar a los hijos herramientas electrónicas de entretenimiento y evasión. Lo
cierto es que se trata de un peligro; para no darle muchas vueltas, se trata de
una forma de achatarles la vida mientras parece que se divierten.