Lo grande y lo pequeño, lo importante y lo banal, todo encanece.
En principio, lo más evidente en relación a la obsolescencia es lo que se vincula
con la tecnología: notamos de inmediato, por ejemplo, el cambio en una
televisión o en un celular; basta verlos, sin tocarlos siquiera, para saber que
son viejos o nuevos, descontinuados o actuales. Lo mismo pasa con los coches y
la moda: no es necesario ser expertos para advertir que ya caducaron o están al
último grito.
Hay bienes y servicios en los que es menos evidente el
cambio, pero es suficiente estar un poco entrado en años para comparar el antes
y el ahora. Pienso por caso en el ejercicio físico y todo “el cambio de
paradigma” (así suele decirse) que conlleva. En el caso del antes, claro que se
hacía ejercicio, la gente (sobre todo los hombres) jugaba beisbol, futbol,
basquetbol, nadaba, andaba en bicicleta, corría…, pero estas prácticas tenían
mucho más que ver con lo lúdico, con el esparcimiento, que con la salud; se
siguen ejerciendo, por supuesto, e igual son asumidas como divertimento apto para
la convivencia y el relajo, pero poco a poco han sido suplidas por la práctica
de algún deporte como salvaguarda de la salud y en muchos casos como medio para
alcanzar una mejor apariencia.
Debajo de la ejecución de algún deporte para favorecer la salud
y la apariencia está una gigantesca operación del mercado y los medios. Para
modificar conductas globales es necesario que la información y las nuevas
tecnologías entronquen en una misma o al menos en parecida dirección. Así, los smartphones, por ejemplo, abrieron la
cancha a las redes sociales, y las redes sociales posibilitaron que la vida
privada se distendiera hasta convertirse en vida pública; esto permitió que
todos pudiéramos exhibirnos en público (como los artistas y las modelos, toda
proporción guardada), de modo que el culto a la apariencia personal se
convirtió de golpe en una prioridad generalizada. La aplicación llamada
Instagram, en la que casi solamente importa la imagen del usuario, es el altar
en el que deriva la convicción de cada individuo por “verse bien”, por lucir lo
mejor posible.
A este deseo por esculpirse se le ha emparejado un cúmulo de
bienes y servicios cuyo valor en el mercado es hoy incalculable. Para verse
bien no es suficiente un celular con buena cámara. También es fundamental comer
sanamente (esto suele ser también más caro), comprar ropa buena y variada,
tomar mucha agua y hacer ejercicio de preferencia en un gimnasio, ahora llamado
“gym”. El auge de la cultura fitness
trajo consigo, a su vez, un desarrollo impresionante de la ropa deportiva y de
los suplementos alimenticios. Dos o tres décadas antes, los gimnasios eran
negocios de barrio que sólo concernían a compas con alma de luchador o
boxeador, y no mujeres. La idea era ponerse como Pedro Infante y quizá lucir un
tatuaje de anclita o de Guadalupana. El agua no era vendida en botellas y se
sudaban playeras, pantaloneras y tenis sin marca visible, de diseño ordinario y
materiales convencionales. Hoy no es así: los gyms son pasarelas de esculturas
masculinas y femeninas con ropa deportiva de marca cara, con Bonafont en mano y
comida y suplementos vigilados. Además, como ha sido necesario añadir ayudas
externas, los cirujanos plásticos viven su época de oro, todo con el fin de que
la imagen individual en Instagram no vaya a defraudar.
Entre el consumismo y el individualismo (los dos “ismos” más
importantes de esta hora), las redes sociales son evidencia de transformaciones
muy claras y otras no tanto. En la práctica autoimpuesta del deporte todo cambió,
hasta la manera de beber agua y después sudarla.