Entre muchos perjuicios, uno de los beneficios que han traído
las nuevas tecnologías de la información es el acopio de evidencias. Si bien la
vida privada, y muy seguido hasta la íntima, se ve invadida por cámaras y
micrófonos indiscretos cuyos productos luego atizan escándalos políticos y
faranduleros, es indudable que la superabundancia de materiales captados sobre
todo con teléfonos celulares genera pruebas que, bien usadas, rinden o pueden rendir
formidables servicios a la justicia. Pongo como ejemplo las numerosas y
clarísimas fotos de los porros que atacaron a estudiantes en la UNAM,
documentos que no abren cancha a la duda sobre la actitud y los rostros de los
agresores, de ahí que casi sea fácil dar con ellos.
No pasaba lo mismo en otros tiempos. A finales de los
sesenta, traigo un caso similar que involucra a estudiantes en justa protesta,
era más complicado retener en fotos la identidad de porros y reventadores. Las
imágenes que tenemos del 68, recogidas por excelentes fotoperiodistas como
Héctor García, jamás podían ser tantas como las que hoy, en un mundo lleno de
cámaras, logran recogerse sobre cualquier acontecimiento público. Y un detalle
adicional, no nimio: las fotos que hace poco circularon, relacionadas con los
porros en tren de ataque contra los estudiantes, se complementaron con otras
muchas de los mismos agresores en plan —digamos— casual, en poses de foto para redes sociales. Con tamaña evidencia
no deja de sorprender que tras las denuncias esos tipos no están inmediatamente
en el tambo.
Con voluntad (política
o como queramos llamarla) es pues relativamente sencillo desarticular bandas
porriles, bichos que por desgracia siguen pululando en las universidades
públicas. Sabido es que en otros tiempos eran un tumor casi inextirpable, pues
muchos funcionarios —directores, coordinadores, rectores y hasta maestros—
creaban jaurías de golpeadores con el fin de mantener los feudos y los
presupuestos a merced, de allí que no son pocos los casos de enriquecimiento a
veces superlativo de quienes mantuvieron facultades o universidades enteras
como principados a la usanza de los que desmenuzó Maquiavelo en su más famoso
libro.
Tras lo acontecido en la UNAM da gusto que quien sea que haya
azuzado al clan de porros sólo recoja muestras de repudio no sólo de la
comunidad universitaria, sino de otras instituciones, de numerosísimos
periodistas y de todos los que percibimos como inadmisible el regreso de
prácticas violentas contra estudiantes y en general contra nadie.