Ayer viernes 21 de septiembre se cumplió el centenario de
Juan José Arreola. Tal efemérides literaria ha dado y dará, creo, para
recordaciones nacionales que el jalisciense sin duda merece. Por ejemplo, la
Universidad Autónoma Metropolitana, mediante la revista Casa del Tiempo, editó su más reciente número con un dossier arreolano en el que colaboré, y
pueden encontrarlo completo y gratuitamente en www.uam.mx/difusion/revista/revcasa2018.html.
Comparto aquí un fragmento:
Ubiquémonos en 1983 u 84, en la esquina que forman la avenida
Morelos y la calle Falcón, de Torreón. Voy en el primer año de mi carrera y
todavía no confieso a nadie que deseo ser escritor, y que ya escribo a solas,
sin guía, sin una biblioteca familiar o personal siquiera mínima. Cada tanto,
al salir de la universidad me apersono en esa esquina porque allí se encuentra
la librería De Cristal. Todavía era fuerte, estaba bien surtida y lo más
importante: a veces tenía ofertas. Para un joven lector ávido de libros y sin
recursos de sobra, o a secas sin recursos, los libros con descuento
representaban una oportunidad “imperdible”, como se dice ahora. Ahí encontré,
en una montaña de saldos, por ejemplo, como cincuenta o sesenta títulos de la serie
Del Volador que aún conservo pues a precio de regalo con ellos accedí a
Ibargüengoitia, a Pacheco, a Elizondo, a Avilés Fabila y a muchos otros autores
jóvenes y no tan jóvenes sobre todo de América Latina. Entre paréntesis debo
decir que La feria, publicada
originalmente en esa colección, no estaba allí, pero luego, muchos años
después, encontré en una librería de viejo la primera edición dedicada por el
autor a un desconocido. Pues bien, entre las ofertas de la De Cristal no sólo
estaban los muy identificables libros de la serie Del Volador, sino otros de
Joaquín Mortiz que llamaron mi atención. Eran rojos de lado a lado, sin imagen
en la cubierta, sólo con la tipografía “Obras de J.J. Arreola” en blanco y
luego el título. Hallé tres a precio de ganga, los que luego serían mi puente
al universo del maestro de Zapotlán el Grande.
Cuando comencé a leer Bestiario
en aquella hermosa edición recibí una sorpresa: ya había leído, sin saberlo, a
Arreola. Mi memoria registraba que “El sapo”, uno de sus relatos más famosos,
aparecía en alguno de los libros de primaria, y yo lo recordaba pero sin
guardar en la memoria el nombre del autor. Una frase de esa pieza, acaso la
mejor, jamás me había abandonado: “viéndolo bien, el sapo es todo corazón”. La
leí de niño y cuando, ya adulto de 18 años, la releí, fue como saber que las
palabras habían obrado el milagro de permanecer en mis gavetas emocionales, de
que más allá de quien las escribió o del título y la editorial, aquel puñado de
letras anidó para siempre en alguna zona profunda de mi espíritu. Supe de golpe
que la literatura también era eso: la búsqueda de una imagen y de las palabras
adecuadas para expresarla, el desafío de concentrar en pocas sílabas una
emoción con apetencia de perdurabilidad.